Cardenal Cristóbal López Romero
Cardenal arzobispo de Rabat

Este domingo cumplo 117 años


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El 19 de mayo es fecha feliz para mí. Es el aniversario de mi nacimiento (72 años) y de mi ordenación sacerdotal (45 años). Para desconcierto de mis alumnos de los primeros años de Primaria, “cumplo 117 años”, les digo: 72 de vida y 45 de sacerdote.



Bromas aparte, estos “117 años” son para mí motivo de una acción de gracias que quiero hacer pública y a la que quisiera que se sumen mi familia, mis hermanos cristianos y de congregación, y todos mis amigos.

Sí, debo y quiero dar gracias a Dios por la existencia, ¡porque podría no haber existido si la voluntad amorosa de Dios no hubiese pensado en mí y no me hubiese elegido! “El nos eligió, en la persona de Cristo, antes de la creación del mundo”, leemos y rezamos con la carta a los Efesios; así que somos mucho más viejos de lo que pensamos: en la mente y en el corazón de Dios existimos desde siempre, desde toda la eternidad.

Quiero dar gracias a Dios porque mi existencia no ha sido la de una piedra o un metal, sino una existencia viva; soy un ser vivo, y no cualquier ser vivo, sino un ser humano. Dios me ha llamado a ser una persona humana, con cabeza para pensar, corazón para amar y brazos para trabajar mejorando el mundo y la historia.

Pero el don más grande, por el que jamás podré agradecérselo suficientemente a Dios, es el que me ha querido hijo suyo: ¡soy hijo de Dios! “El nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos”, sigue enseñándonos san Pablo en su carta a los Efesios.

Ser hijo de Dios

Un sacerdote me felicitó por mi “promoción al episcopado”.

–“¿Promoción?”, le contesté. “Yo no puedo ser promovido, ¡yo estoy ya en lo más alto!”.

“¿Te crees el Papa?”, me retrucó.

–“No, más que el Papa, porque soy hijo de Dios, que es infinitamente más que ser sacerdote, obispo, cardenal o Papa, ¿no crees?”.

No pudo negármelo, naturalmente. Y es que somos poco conscientes de que el ser hijos de Dios, y el vivir esa filiación desde la fe cristiana, de forma consciente, en el seguimiento de Cristo y al servicio de su Reino, bajo el impulso del Espíritu que habita en nosotros, es el principal don recibido, es nuestra vocación común y la misión universal.

¡Gracias, Señor!

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