Desde este año, tengo el privilegio de realizar un programa de crecimiento espiritual llamado ‘La Mística del Bambú’ y dirigido a 30 internos de la cárcel de Santiago condenados por delitos sexuales. Misteriosamente, he podido constatar que, si bien todos están privados de libertad, es posible reconocer a muchos que, como san Pedro, están arrepentidos de los daños provocados y conviven en paz consigo mismos y en libertad interior, y a otros que, Judas Iscariote, viven doblemente encerrados, no solo físicamente, sino también en su dolor, vergüenza y prisión interior.
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Llama profundamente la atención y conmueve ver el rostro de los Pedros chilenos que, después de un largo y complejo proceso de conversión, han logrado perdonarse a sí mismos, reconocer sus historias y conquistar la libertad del alma dentro de los barrotes y entre gendarmes. Son los que irradian consuelo a los compañeros de celda, los que sacan de su bolsillo el papel higiénico para que otros se sequen las lágrimas y aquellos que han vuelto del infierno personal y social del que fueron parte, regalando abrazos y buen humor.
Daros de vida
Son faros de vida ocultos en la oscuridad que nadie quiere visitar y donde muchos aseguran que solo viven monstruos y se respira maldad. Muy por el contrario, he sido testigo del cambio interior en hombres que han cometido delitos, pero que se comportan con una humanidad, un delicadeza y un ternura casi maternales.
Así, también interpela y duele el corazón contemplar a hombres adultos llorar en soledad, creyéndose basura, incapaces de encontrar una llave para liberarse del dolor propio y el que han causado. Sus cuerpos doblados; su piel gris y su mirada lúgubre dan cuenta de la peor celda que los encierra: su auto condena y desprecio, siendo capaces de evaluar la muerte como alternativa de alivio. Están ciegos al amor de Dios, a la bondad esencial que habita en su corazón y se flagelan sin piedad, recargando la condena eral.
A nivel personal
Ambas realidades conviven en la cárcel de Santiago con muchas más que no he podido conocer ni dimensionar; escapan a mis límites y capacidad psicológica y espiritual. Sin embargo, ya con los 30 internos, se me ha dado mucho para reflexionar.
Lo primero es el cuidado tan exigente de nuestro espacio interior, ya que, si bien nosotros estamos libres y sin una condena que nos limite, también muchas veces nos podemos sentir como Judas, incapaces de sostener la mirada amorosa de Dios sobre nosotros, y vivimos apresados en la culpa, el sufrimiento, la soledad, la desesperanza y el auto desprecio. Nos encerramos en “pilotos automáticos” de emociones desproporcionadas, que no son otra cosa que distorsiones mentales que se gestaron en las heridas de nuestra infancia y que debemos convertir.
Liberarnos de nuestras cadenas
El desafío es que podamos liberarnos de nuestras cadenas; sentir que somos amables y vistos como Pedro por el Señor y ser testimonios vivos de su amor, paz y fraternidad, evangelizando con la buena noticia en todas partes.
Dios nos quiere con vida, libres y plenos, sin importar dónde y cómo esté nuestro cuerpo. Él siempre nos mira con misericordia, nos conoce, nos ama, nos alienta, nos perdona y, si creemos en Él, es capaz de sacar lo mejor de lo peor que podamos hacer o experimentar. Finalmente, mirar o no a Dios y dejarnos transformar en Pedros, liberándonos del peso de Judas, es parte de nuestra responsabilidad y disciplina personal.