Tengo amigos y conocidos que votan a la extrema derecha y otros que votan a la extrema izquierda. Tengo la suerte de conocer a gente muy diversa y variopinta, que militan en los extremos y en el centro del espectro político. Cuando cuento que conozco a personas que se dedican a ayudar a personas pobres, a extranjeros, a la ayuda al desarrollo y que son votantes de partidos extremistas de derechas desde antes de que estos tuviesen representación parlamentaria me dicen: “Es imposible”. Muchas personas no pueden comprender cómo alguien que se dedique a ayudar a extranjeros, a víctimas de trata de personas, a personas empobrecidas, puedan votar a esta clase de partidos.
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Sucede también lo contrario. Personas con grandes ingresos, que tienen una vida que podríamos calificar como burguesa, con personas de servicio y un gusto extremo por los placeres que el dinero proporciona y que, al mismo tiempo, son votantes de extrema izquierda. Se trata de comportamientos que parecen incoherentes. Los primeros deberían votar a la izquierda, mientras que el lugar adecuado para los segundos parece ser el de la extrema derecha.
Porque la realidad de los extremos es, como todo en esta vida, compleja, mucho más heterogénea y plural de lo que parece. De hecho, esta es una de las principales trampas que tiene el extremismo, que los demás caigamos en su postura simplista pensando que quienes votan o apoyan a una postura extrema corresponden a un determinado estereotipo. Es sencillo poner la etiqueta y dejarse llevar por ella. Pensar que todos los que están en la extrema derecha son de una determinada manera y todos los que apoyan la extrema izquierda lo son de otra.
Estamos entonces cayendo en la trampa del extremismo: simplificar. Calificamos a todos por el mismo rasero y pensamos que son malos y que hay que ir en contra de ellos, que hay que luchar contra ellos porque son todos unos malvados y están equivocados. Se caracteriza a alguien como de derechas o de izquierdas y, a partir de ahí, se le descalifica a él y a todo lo que pueda decir o hacer si está en la acera incorrecta. Por ello se ve correcto poner barreras y muros ante quienes se considera extremistas. Se ve como bueno cerrar toda posibilidad de diálogo, de convivencia, de búsqueda de soluciones en común.
Al mismo nivel
Cuando lo hacemos así caemos en la trampa del extremismo y nos ponemos, sin darnos cuenta, a su nivel. Caemos en su engaño y solo conseguimos que crezcan más y más, porque en ese juego se mueven mejor que nosotros, y porque es fácil decir que el extremista es el otro, él es el que pone muros ante mí, el que me impide ser libre y expresar mis ideas. Por ello, no podemos caer en la trampa del extremismo y responder a su juego de buenos y malos con sus mismas armas, solo que pensando que los malos son ellos. Debemos desplegar otras estrategias más inteligentes y complejas. Las próximas semanas hablaré sobre ello.