Tribuna

Te cuento mi enfermedad

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Rojo 32. Era mi código identificativo en el hospital San Camilo. En los hospitales italianos, la gravedad del estado del paciente se asigna en base a los colores: verde, amarillo, morado, azul y rojo. 32 era el número de mi cama. Una clasificación para, tal vez, colorear las vidas de los pacientes que sufren deficiencias y discapacidades, muchos de ellos tienen razones válidas para ver la vida de un color muy oscuro. Puede parecer una forma infantil de afrontar el sufrimiento, pero los padres Camilos saben lo que hacen.



Lo saben desde 1586, cuando la “compañía de hombres buenos” reunida por Camillo de Lellis obtuvo la aprobación del Papa Sixto V y, en 1591, el Papa Gregorio XIV sancionó el nacimiento de la Orden de los Ministros de los Enfermos. Como establece su regla, la Orden se dedica “ante todo a la práctica de obras de misericordia hacia los enfermos” y vela por que “el hombre esté en el centro de atención en el mundo de la salud”. Se especializaban en el cuidado de pacientes con peste, que costaba la vida a decenas de personas. Esta vez no estaban presentes las mujeres para cuidar de los enfermos ya que hasta 1891 no se instauró la rama femenina de las Hijas de San Camilo.

La fe es un don de ese Dios “que aterriza y despierta, que inquieta y consuela”, como dice Manzoni. Es un regalo que solicita una restitución. También en forma de testimonio como el que procedo a ofrecer. Mi nombre es Alessandra Comazzi, soy periodista, de Turín, tengo 67 años y tengo una afectación neuronal. Escribía sobre el mundo del espectáculo y fui crítica de televisión para el diario ‘La Stampa’. Ahora lo que más me preocupa es volver a caminar y aprender a usar las manos. Un gran salto emocional en el que están presentes la fe, la esperanza y la caridad. Las tres virtudes cardinales. He aprendido en este tiempo que, en momentos difíciles, la esperanza es quizá la virtud más férrea.

Era exactamente el 7 de enero de 2023, sábado. Me sentía las piernas un poco distintas y había tenido algo de tos durante la semana. Pensé que estaba incubando una gripe. Esa noche, mi marido Giorgio y yo, que no tenemos hijos, cenamos con normalidad. Y después, vimos una película en la televisión, la última de Spielberg, ‘Los Fabelman’. Cuando, sobre las once de la noche, terminamos de ver la película, intenté levantarme del sofá y me caí al suelo. No podía levantarme. Giorgio me propuso enseguida ir al hospital. Al llegar al coche, no pude ni ponerme el cinturón de seguridad. Al llegar a las urgencias del hospital Mauriziano de Turín ya necesitaba la silla de ruedas.

Polineuropatía aguda

Comenzaba el calvario. En la consulta, el médico me pidió mis documentos y yo que aún no había entendido lo que me pasaba, al levantarme para cogerlos, me volví a caer al suelo. Pasaron las horas y los análisis y después, llegó el diagnóstico. Síndrome de Guillain-Barré, polineuropatía aguda: una rara enfermedad autoinmune de la que nunca había oído hablar. El sistema inmunológico, por razones desconocidas, combate cualquier virus presente en el cuerpo luchando contra el cuerpo. En este caso, las vainas que recubren las fibras nerviosas. El cerebro ya no puede transmitir señales a los músculos. Sigue la parálisis. Y, así, a las 8 de la noche estaba comiendo espaguetis, a las 9 de la noche estaba viendo una película y a las 6 de la mañana estaba tetrapléjica. ¿Conocéis la película francesa ‘Intocable’, aquella en la que Omar Sy se ocupa del tetrapléjico François Cluzet? Esa es ahora mi historia.

La parálisis iba en aumento y existía el peligro de que también me bloqueara las vías respiratorias. El anestesista estaba listo para intubarme, tenía la boca torcida y arrastraba las palabras. Con un dolor extremo en la espalda. Pero siempre estuve lúcida, aunque no fui consciente de la gravedad real de la situación. Rápidamente fui trasladada de urgencias al servicio de neurología, entre tubos y máquinas (el Sistema Nacional de Salud te salva la vida) y, de inmediato comenzó la administración del “antídoto”: inmunoglobulinas. Si no se muere inmediatamente, la enfermedad sería reversible, pero larguísima.

Debemos comprender el concepto de reversibilidad. Pensé que reversible significaba volver a ser como era antes, pero no es así. Convivo con otra yo, aunque en este intenso año, en el que he pasado cinco meses internada (uno en el hospital, cuatro en San Camillo), he pasado de la inmovilidad total a una silla de ruedas, a un andador y ahora al bastón. Sigo haciendo mucha rehabilitación, el progreso está ahí, pero es exasperantemente lento. A los 67 años, los músculos no son los que eran.

Aprendí muchas cosas. Por ejemplo, que la Extremaunción ahora se llama Unción de Enfermos. El capellán me la ofreció tímidamente y la acepté con alegría. Sin miedo a morir, pero tanto sufrimiento… Mi cuerpo era un envoltorio inmóvil que contenía mi alma y mi cerebro. Era incapaz de hacer lo básico como moverme, comer, lavarme o ir al baño. En esa fase, como me explicaron los médicos, la adrenalina y el instinto de supervivencia, me dieron fuerzas. Mi fe también me dio fuerzas. Entendí lo que significa confiar, palabra que tiene la misma etimología que fe. Me ayudaron a ponerme literalmente en pie personas con una actitud de gran profesionalidad, pero también de disponibilidad y de implicación. Había ya oído hablar de la Medicina narrativa. Escuchar al paciente con un enfoque diferente del tratamiento. Curar en el sentido de “cuidar”. Porque si es difícil afrontar la fase aguda de la enfermedad, más difícil aún es vivir con la cronicidad. Por eso, es importante que se consulte al paciente. Sus narraciones son importantes.

Agradecimiento

El mío es un simple testimonio, no tengo habilidades técnicas ni científicas. En este camino no solo rehabilitador, sino también de fe y de acción de gracias, quisiera devolver a todas las mujeres y hombres que han estado y están cerca de mí algo de lo que me han dado. El don de los médicos, enfermeras, trabajadores sociales sanitarios, fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales, logopedas y psicólogos, me ha ayudado a encontrar el sentido, además de una demostración de su profesionalidad, y encontrar, incluso, los objetos que me ayudaran a afrontar el día a día para calzarme, vestirme, comer o a sujetarme para no caerme.

Sentirse comprendida, además de ayudada, es fundamental. Y cuando pienso que, al fin y al cabo, a mis 66 años, sin hijos y con una vida plena ya vivida, podría conformarme y no hacer todo este esfuerzo, pienso también en San Pablo cuando escribe en el Primera carta a los Corintios: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea de medida humana. Dios es fiel, y Él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla”. ¿La tentación era preferir morir o era la prueba? No lo sé, pero todavía está en mí el espíritu cristiano que invadió todo mi proceso de rehabilitación. Y estoy agradecida por ello.


*Artículo original publicado en el número de junio de 2024 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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