La expresión “inmigración ilegal” es una construcción vil que deshumaniza y criminaliza a quienes buscan una vida mejor lejos de su tierra natal. En realidad, no hay ilegalidad en el simple acto de moverse. Lo ilegal, lo inmoral, es la pobreza, la persecución y la falta de oportunidades que obligan a millones a huir. Las organizaciones no gubernamentales (ONG) han subrayado repetidamente que las personas no abandonan sus hogares por capricho; lo hacen por necesidad imperiosa. Ante esta realidad, los discursos de odio, llenos de aporofobia y xenofobia, solo exacerban el sufrimiento de los más vulnerables.
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El papa Francisco es un ferviente defensor de los derechos de los migrantes y refugiados, reiterando que “no se trata solo de migrantes” sino de nuestra humanidad común. En un mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, afirmó: “El verdadero exiliado es quien se niega a ayudar a los necesitados.” Estas palabras desnudan la cruda realidad de nuestra época: hemos fallado en nuestra responsabilidad de cuidar a nuestros hermanos y hermanas. Francisco ha insistido en que “los migrantes son personas humanas que se convierten en símbolos de exclusión” y que “cada extranjero que llama a nuestra puerta es una oportunidad para un encuentro con Jesucristo”.
El compromiso de la Iglesia con los migrantes ha sido constante y firme. El secretario general de la Conferencia Episcopal Española y obispo auxiliar de Toledo, Francisco César García Magán, califica de “demagogia” vincular delincuencia e inmigración, afirmando que “rechazamos la instrumentación ideológica y política alarmista”. García Magán subrayó que “tendría que ser un pacto de Estado y no una etiqueta partidista”, refiriéndose a la necesidad de una respuesta unificada ante la crisis migratoria sin precedentes que está sufriendo Canarias y el enfrentamiento político sobre el posible reparto ante la saturación que sufren las islas.
García Magán también señaló: “Es un tema más que se inscribe en la defensa integral que la Iglesia tiene que hacer de la dignidad de las personas, que va desde la vida del no nacido hasta el ocaso natural.” Y reiteró que “el sí a la vida incluye también el apoyo y la defensa de los migrantes, de los necesitados, de las mujeres maltratadas”. García Magán enfatizó que, “por supuesto y sin ninguna fisura vamos a defender que las personas tengan derecho a buscar un futuro mejor”, remarcando la demagogia ideológica de vincular delincuencia e inmigración: “Son dos cosas completamente distintas. No podemos generar una sospecha de delincuencia sobre los migrantes”, explicó el portavoz episcopal.
Historias desgarradoras
Las ONG en el terreno documentan historias desgarradoras de familias que lo arriesgan todo para escapar de la miseria. Son relatos de madres que cruzan desiertos para salvar a sus hijos de la muerte segura, de jóvenes que desafían mares embravecidos huyendo de la violencia de las pandillas, de ancianos que dejan atrás todo lo que conocen porque el hambre no tiene piedad.
El libro ‘Hermanito – Miñán’, de Ibrahima Balde y Amets Arzallus, narra con maestría la odisea de los inmigrantes africanos (aunque bien podrían ser de cualquier lugar del mundo), quienes enfrentan peligros inenarrables con la esperanza de un futuro más digno. Este libro nos invita a reflexionar sobre la fortaleza y la resiliencia de aquellos que, como el protagonista de su obra, se ven forzados a buscar refugio y seguridad lejos de su tierra natal. La novela nos confronta con la realidad de que, tras cada estadística de inmigración, hay seres humanos con sueños y esperanzas.
‘Hermanito – Miñán’ es una historia narrada desde la tradición oral, transmitida como las antiguas historias contadas alrededor del fuego. Es una narración descarnada y honesta, sin arreglos ni florituras, que explica la verdad tal y como ha sido vivida por el autor. Ibrahima Balde, un joven nacido en Guinea Conakri, nos lleva a través de su odisea personal, desde su pequeña aldea hasta las costas de Libia, enfrentando traficantes de esclavos, la dureza del desierto, y la inhumanidad y solidaridad de las personas que encuentra en su camino. Al final, Ibrahima cruza la frontera hacia España sintiéndose un cascarón vacío, sin esperanzas, pero avanzando porque no puede volver atrás sin haber cumplido su promesa a su hermanito.
El compromiso de la Iglesia con los migrantes es evidente en el trabajo incansable de las instituciones católicas como Cáritas y la Red Jesuita con Migrantes. Estas organizaciones no solo proporcionan asistencia material y legal, sino que caminan junto a los migrantes, escuchando sus historias y apoyándolos en su lucha por una vida digna. Cáritas, en particular, ha sido una voz potente en la defensa de los derechos de los migrantes, proporcionando ayuda de emergencia, apoyo psicológico, y abogando por políticas más justas y humanas.
El papa Francisco ha enfatizado que “cada migrante tiene un nombre, un rostro y una historia” y ha instado a los católicos a ser “solidarios y acogedores” con ellos. En su encíclica ‘Fratelli tutti’, Francisco llama a “una cultura del encuentro” y a ver a los migrantes como hermanos y hermanas que necesitan nuestra ayuda y compasión. “La llegada de una persona migrante puede ser una ocasión de enriquecimiento humano, de encuentro y de diálogo entre culturas, que puede promover el desarrollo económico y social”.
Durante una de sus audiencias generales, el papa Francisco afirmó: “Era forastero y me acogisteis, estaba desnudo, y me vestisteis”. Citando las obras de misericordia de las que habla Jesús en el evangelio de san Mateo, Francisco reiteró que los cristianos que las practican reconocen en las personas que piden ayuda el rostro de Cristo. Y enfatizó: “En nuestros días es más actual que nunca la obra que se refiere a los extranjeros. La crisis económica, los conflictos armados y el cambio climático llevan a muchas personas a emigrar. Sin embargo, la migración no es un fenómeno nuevo, pertenece a la historia de la humanidad. Es falta de memoria histórica pensar que es propia solamente de nuestra época”.
La única vía: la solidaridad
El Papa recordó que “la historia de la humanidad es la historia de las migraciones: en todas las latitudes, no hay pueblo que no haya conocido el fenómeno de la migración”, añadiendo que, aunque el contexto de crisis económica favorece actitudes de cierre y negativas a la acogida, el cierre no es una solución y beneficia el tráfico criminal. “La única vía es la solidaridad. Solidaridad con el emigrante, solidaridad con el forastero”, añadió.
El compromiso de los cristianos en este campo es urgente hoy como en el pasado. Francisco citó a santa Francesca Cabrini, quien dedicó su vida a los emigrantes en Estados Unidos, como ejemplo de la misericordia que debe llegar a tantas personas necesitadas. “Es un compromiso que implica a todos, sin excepción. Las diócesis, las parroquias, los institutos de vida consagrada, las asociaciones y movimientos, cada cristiano: todos estamos llamados a acoger a los hermanos y hermanas que huyen de la guerra, del hambre, de la violencia y de las condiciones de vida inhumanas. Todos juntos somos una gran fuerza de apoyo para aquellos que han perdido su patria, su familia, su trabajo y su dignidad”.
El Papa nos exhorta a todos a “no caer en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos, indiferente a las necesidades de los hermanos y preocupados únicamente por nuestros intereses. Es cuando nos abrimos a los demás que la vida se hace fecunda, las sociedades recuperan la paz y a las personas se les restituye su plena dignidad”.
Es tiempo de alzar la voz, de cambiar la conversación y de recordar que, en este vasto mundo, no existen extranjeros. Somos todos ciudadanos de una misma tierra, unidos por nuestra capacidad para amar, soñar y buscar la dignidad. Y no hay nada ilegal en ello. Es imperativo que seamos radicales en nuestra defensa del ser humano, porque en juego está no solo el futuro de los migrantes, sino la esencia misma de lo que significa ser humano.