Leemos en el evangelio de Juan: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). De la mano de la Palabra de Dios, nos adentramos en el misterio de la Eucaristía acercándonos con reverencia a esa Última –y también primera– Cena, para ir desde aquí adentrándonos en el significado profundo de la adoración eucarística.
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Allí, en el cenáculo, alguien –el Maestro y el Señor– lava los pies, y después parte el pan y comparte la copa. Así lo decidió Jesús, el Cristo. Desconcierto, asombro, resistencia, consentimiento, pasión de amor, incredulidad… se podría seguir enumerando todo lo que fue pasando por el corazón de aquella primera comunidad creyente, que entendía y no entendía, pero que sabía que su lugar, en ese momento, en esa “hora”, era aquel, acompañando al hijo de José y de María, que vivió en Galilea, tierra de la que se decía que Dios no elige a sus enviados, y que sería ajusticiado poco después fuera de Jerusalén, la ciudad que mata a sus profetas (cf. Mt 23, 37).
Estar ahí, permanecer
Creo que es importante insistir: los apóstoles, por las razones del corazón que muchas veces la cabeza no entiende, sabían que tenían que estar allí, junto al Señor, aunque el tiempo de las luces y el éxito se había terminado y el miedo hacía temer los peores presagios, en los que sus sueños jamás llegarían a cumplirse.
En este contexto tuvo lugar la primera fracción del pan. Por eso me gustaría señalar, en primer lugar, que adorar ha de ser atreverse a estar ahí, junto a ese Dios que pone en vilo el corazón, que no deja a nadie indiferente, que no responde a nuestras expectativas y que, sin embargo, las supera y nos hace ver cosas mayores. Adorar es permanecer, estar pegados al Amor hasta el extremo, porque un día fuimos encontrados por Él y, desde entonces, es necesidad vital beber de ese manantial de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14).
Acto de fe y de amor
Es importante insistir. Hay verbos que es necesario conjugar cuando hablamos de adorar. Atreverse, poner en vilo, permanecer… indican, manifiestan, que ponerse de rodillas ante Jesús Sacramentado ha de ser un acto de fe y de amor. Hincar las rodillas ante la presencia de Cristo Eucaristía, estar muchos ratos a solas con Él –como decía santa Teresa–, es el gesto que revela que sabemos que hemos sido elegidos, sin mérito alguno, para vivir una historia de amor.
Acabamos de hacer afirmaciones fundamentales que tienen una consecuencia: adorar no puede ser una devoción para dar pasos en el camino de la santidad; tampoco es una llamada para orar por los que no rezan; no es para… Con permiso, adorar no es para nada.
Nada busca, nada pretende
Tengamos cuidado porque, en este mundo donde todo tiene que ser eficaz y se quieren ver resultados inmediatos, nos puede tentar, tal vez de manera inconsciente, la necesidad de que nuestra adoración “sirva para algo”. Si adorar es poner el corazón donde me lleva mi deseo más hondo, a los pies de mi Señor, entonces es la expresión de un amor gratuito: nada busca, nada pretende.
Esto me recuerda a una mujer, nuestra Madre fundadora, Trinidad del Purísimo Corazón de María, que, siendo niña, después de haber recibido la Primera Comunión, le decía a su madre: “Mamá, yo querría ser como ese gusanico (luciérnaga) en la llave del sagrario, para que todos los niños que viniesen a buscarme entrarlos dentro y decirles cuánto Jesús los ama”. Esta es la raíz, el fundamento, de toda verdadera adoración: la certeza gozosa del amor inmenso de nuestro Dios. Es ir allí donde está quien nos ama con locura.
Años más tarde, M. Trinidad, siendo ya novicia en las Capuchinas Clarisas de San Antón en Granada, conserva el deseo ardiente de estar junto a Jesús y, según escribe ella misma: “La M. Maestra veía mis afanes de vivir junto a la Eucaristía, mi vida y aliento, me concedió la M. Abadesa que en una tribuna que tenían llena de muebles viejos, fuese siempre que quisiera de día o de noche. Mi pobre alma, tan sedienta de Dios, corría allí veloz”. Esa tribuna, orientada hacia el altar mayor, le permitía a M. Trinidad estar lo más cerca posible del sagrario, aunque, ciertamente, la distancia era (y es hoy) grande.
Deseo de Dios
La reflexión que estamos haciendo y el testimonio de nuestra fundadora nos permiten caer en la cuenta de que discernir nuestra actitud adoradora pasa por poner sobre la mesa cómo es nuestro deseo de Dios. Tenemos, por tanto, que detenernos y adentrarnos en esta dimensión esencial de todo ser humano: la afectividad.
Nos decía Nurya Martínez-Gayol, en su estudio sobre el sentido de la reparación hoy, que Dios ha de ser contemplado como aquel que es ‘capax homini’ y el hombre como aquel que es esencialmente ‘capax Dei’, en una historia concreta donde se dan cita dos libertades: la divina y la humana. Esta libertad humana elige, en sus opciones más radicales es donde uno se juega el sentido de la vida, aquello que es su deseo más profundo.
Y quien desea algo desde lo más hondo de su ser renuncia gozosamente a otras posibilidades, no está atado a sentirse bien inmediatamente, puede esperar, y acoge también el dolor que conlleva todo amor verdadero. Este deseo no muere, sino que se agranda alimentado por la fidelidad y la esperanza. Estos son los signos que diferencian el deseo existencial, ese que mueve la vida, de esos otros deseos más superficiales de los que, desde luego, no depende nuestra felicidad.
Preguntas obligadas
Es obligado, por ello, cuando valoramos nuestra actitud adoradora, que nos preguntemos si es el deseo de Dios lo que centra y orienta nuestra existencia. Y aquí, una vez más, es preciso conjugar la primera persona del singular: ¿te busco a ti, mi Dios, como la esposa del Cantar de los Cantares?, ¿es necesidad vital acercarme al sagrario y adorarte a ti que me has amado primero?, ¿cambia algo en mi vida cuando me descentro y no te busco, o en mi quehacer cotidiano todo sigue igual?
Para responder estos interrogantes, es necesario adentrase en lo más íntimo y dar palabra a lo que realmente nos mueve por dentro. Sería interesante que pudiéramos hacer una lista de lo que nos merece la pena, de aquello que sostiene nuestras luchas, de lo que orienta nuestras opciones cotidianas. Igual nos ayudan preguntas de este tipo: ¿qué se lleva mis mayores esfuerzos habitualmente?, ¿qué me pone realmente contento o contenta?, ¿con qué sueño? (esta cuestión es especialmente iluminadora), ¿cuándo me tensiono o me desconcierto?… (…)
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Índice del Pliego
EL AMOR EN EL CENTRO
LOS DESEOS DEL CORAZÓN
ALGUNOS VERBOS IMPRESCINDIBLES
- Dejarse hacer, permanecer
- Escuchar, obedecer, consentir
EN COMUNIÓN EN TORNO A LA MESA, UN CUERPO SE ENTREGA Y UNA SANGRE SE DERRAMA
EN LA PRESENCIA DE JESÚS EUCARISTÍA
- Certeza de su presencia, asombro y gratitud
- Reparación e intercesión
HABLA EL PAPA FRANCISCO