¿No te parece que últimamente hay mucho ruido? A mí, sí. Hay ruido en la calle, en las terrazas, en la playa, en la montaña, en el autobús. También a veces hay ruido dentro. Demasiado. Cualquier palabra por bella que sea, cualquier música hermosa puede convertiste en ruido. ¿De qué depende?
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El 18 de julio se celebra el Día Mundial de la Escucha, recordando el nacimiento del compositor Raymond Murray Schafer, que inició la llamada ecología acústica, es decir, el estudio de la relación entre los sonidos del entorno y los seres vivos.
Subir o bajar el volumen
Podríamos recordar hoy cuándo fue la última vez que alguien te escuchó de verdad o cuánto tiempo hace que no escuchas a otro plenamente. Ciertamente, escuchar es fuente de salud, es profundamente sanador para ambas partes. Cuando nos sentimos escuchados, nos sabemos reconocidos y cuidados. Respetados. Escuchar es mucho más que guardar silencio. Es más que dar nuestro tiempo a otro. Es dejar que lo que el otro vive encuentre cobijo en mi propio espacio vital. Cuando no queremos o podemos salir de nuestro propio ombligo y nuestros propios intereses, no podemos escuchar. Podremos oír, podremos registrar datos, pero no acoger su cuerpo, sus silencios, sus temores y deseos.
También podemos celebrar el día escuchándonos a nosotros mismos, con la misma aceptación incondicional y respeto que lo hacemos con otros. Cuando lo hacemos. Es un ejercicio de discernimiento, de ecualización constante, para elegir a qué subimos el volumen y qué mensajes intrusivos rebajamos.
Aprender a escuchar y a escucharnos puede ser un saludable ejercicio para conocer y comprender, para gozar de la naturaleza, de lo humano y de todo lo bello. No se trata de desoír lo desagradable o lo que nos molesta, pero sí de identificarlo y llamar a las cosas por su nombre. Es el juego de la vida, dar y recibir, inspirar y expirar, escuchar y poder dar así una palabra que merezca la pena escuchar. O un cálido silencio, de esos que no hieren ni rechazan al otro, sino que suenan a gloria bendita.