Reconciliarse con nuestra historia


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Veo jubilarse a compañeros (pronto, mi propio hermano) y pienso que es necesario reconciliarse con nuestra historia, tanto con la profesional como con la personal. En esta época final de nuestra vida laboral, trabajar la aceptación, el perdón si fuese necesario, la comprensión con uno mismo y con quienes quizás condicionaron nuestra vida, para bien o para mal, aunque casi siempre fuese con buena intención. Quizás no acertaron, pero hicieron lo que pudieron; si cometieron errores, fue porque no supieron hacerlo mejor.



Hemos sido profesionales, cada uno en su espacio, o hemos permanecido trabajando en casa, formando y cuidando una familia. ¿Hemos cumplido las expectativas que teníamos, o que otros tenían para nosotros, o nos inclinaron a concebir? Porque ese puede haber sido uno de los problemas, la imagen que de nosotros se proyectó, que de forma consciente o inconsciente abrazamos y encarnamos. Eso ha podido llevar a no pocas decepciones, decisiones equivocadas y sinsabores.

Responder a las expectativas

Puede ser que hayamos dedicado intensos esfuerzos a deshacer los efectos deletéreos de decisiones tomadas intentando responder a las expectativas que sobre nosotros se habían generado. Esto puede conducir al cansancio, la depresión o la amargura. Si ha sido así, la reconciliación debe comenzar por ahí: perdonarnos y perdonar a otros, comprender que hemos hecho lo que hemos podido con nuestras posibilidades y los condicionantes que se presentaron (compromisos adquiridos, limitaciones personales y sociales, familia, edad, enfermedades, recursos económicos).

Preguntarse cómo hubiese sido nuestra vida en otro contexto, con otras decisiones, no conduce a nada salvo a la frustración y puede que al rencor y al resentimiento, una de las enfermedades personales y sociales más prevalentes de nuestros días. El Evangelio está lleno de referencias a evitar enfocarse en el pasado; el mensaje de Jesús invita a concentrarse en el presente y dejar el ayer, con sus fracasos y amarguras, en manos de Dios. Incluso si creemos que no ha existido un para qué ni una explicación humana a los sufrimientos padecidos, a las dificultades atravesadas o a las decepciones acumuladas.

Médico general

Búsqueda de sentido

Todo ello, abandonarlo en manos del Dios Padre de Jesús: Él sabrá el por qué y para qué de lo que ocurrió; puede ser que lo que no se comprende ahora tenga sentido más tarde, en realidad nos haya acercado a nuestra tarea más profunda, que consiste en aprender a amar y ser amados incondicionalmente.

Asimismo, conviene no echar la culpa a otros, ni a Dios. Su imagen debe depurarse de nuestras concepciones y proyecciones, aceptar que no es un mago y que los términos “Dios Padre” y “poder” son antagónicos. El Dios Padre de Jesús se revela en el fracaso último y total, en la muerte más cruel e innoble que se conocía, la cruz romana. El mal (el fracaso) parece tener la última palabra, y así es mirado con ojos humanos.

Una mirada diferente

Debemos intentar verlo con una mirada diferente; solo así podremos superar los sufrimientos inherentes a las enfermedades crónicas, a las pérdidas, a lo que pudo ser y no fue, a las injusticias sentidas y padecidas, a los parientes patológicos que nos tocaron en suerte, a los desencuentros acontecidos.

Todo esto es un camino, no puede elaborarse en un día; exige humildad, convicción, paciencia y coraje. Habrá que derramar lágrimas y pedir ayuda a Dios y, en ocasiones, a nuestros hermanos. Ojalá este proceso nos haga mejores personas, más compasivas, más en paz y más abiertas a la acción del Espíritu.

Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.