Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Tatuarse la piel


Compartir

Cuando llega el calor y empezamos a enseñar más centímetros de piel es cuando una servidora constata que quienes no tenemos tatuajes en alguna parte del cuerpo somos “la resistencia”, una especie en peligro de extinción. Ya hablé de este tema en otra ocasión, y, en este caso, no me refiero a todos esos casos en los que puedes tener dudas sobre el color original de la piel, como sucede con quienes compiten con algún maorí en el porcentaje de tinta que concentran en su cuerpo. Más bien me refiero a esos tatuajes, con frecuencia discretos, que descubres en las personas más variopintas cuando menos te lo esperas y que siempre son especialmente significativos para quien decide hacérselo. Se trata de esos pequeños guiños que uno mismo se hace a sí mismo como recuerdo permanente de aquello que no conviene olvidar nunca.



Punto y coma

Todo esto me ha venido a la cabeza porque una amiga se ha hecho un pequeño tatuaje en el que hay una pequeña mariposa. A simple vista es fácil que pase desapercibido que el cuerpo del insecto está formado por un punto y coma. Parece que este signo de puntuación, que implica una pausa y, a la vez, una continuidad, se utilizó en las redes sociales para visibilizar la experiencia de quienes han superado intentos de suicidio, depresiones u otros momentos duros. Sin necesidad de llegar a esos extremos, me parece una manera elocuente de expresar esa vivencia que, antes o después, todos hemos experimentado: aquello que podía parecer un “punto y final” a una manera de situarse en la existencia y que, además de no frenarnos, sino de convertirse apenas en una pausa que da inicio a otra frase, es capaz de transformarnos en esa mariposa que nos permite alzar el vuelo de un modo nuevo.

Tatuaje de una mariposa

Tatuaje de una mariposa

Tengo la sensación de que aquello que simboliza esa pequeña mariposa es, en realidad, el núcleo esencial de la experiencia cristiana. Esa vivencia que solo es posible en primera persona y que, después de un proceso y a “toro pasado”, es capaz de reconocer en los acontecimientos más complejos un sentido más profundo en el que todas las piezas del puzle encajan por dentro. Esa experiencia que lleva al asombro de esos dos compañeros que, de camino a Emaús, reconocen que algo ha cambiado en su interior sin que nada cambiara por fuera, pues “¿acaso no ardía nuestro corazón?” (Lc 24,32). No nos dice nada el evangelista, pero quizá, después de regresar corriendo a Jerusalén, fueron a hacerse un tatuaje que les grabara en la piel aquello que ya se les había grabado en el alma. Al menos, eso hubieran hecho en esta época…