Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Santos por las calles de París (y II)


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Siguiendo nuestro recorrido por la memoria de algunos de los muchos santos que vivieron en París, hoy comenzamos visitando otro sepulcro, no de la antigüedad sino de tiempos más modernos. Este es más discreto porque no pertenece a ningún conjunto monumental, pero no por ello es menos significativo: el de san Vicente de Paúl, en el n. 95 de la Rue de Sèvres. Personalmente, siempre que he podido, he intentado visitar al padre de los pobres de París… y de medio mundo, porque gracias a la fundación de las Hijas de la Caridad, el influjo benéfico de este gran corazón ha llegado hasta las tierras más lejanas.



Ordenado sacerdote en 1600, san Vicente de Paúl había llegado a París con la intención de hacer carrera eclesiástica. Provenía de un pueblo del sur de Francia, había estudiado en Toulouse y Zaragoza, y se cuenta que en 1605 vivió una experiencia difícil: durante un viaje por mar, fue capturado por los turcos y hecho esclavo en Túnez, donde permaneció dos años antes de ser liberado. No todos los historiadores confían en esta historia, ya que, aunque los siglos pasan, la hagiografía de los hechos extraordinarios persiste. Lo que está claro es que, poco después, Vicente llegó a París para ser capellán de la controvertida reina Margarita de Valois, además de preceptor de los hijos de algunas familias ricas.

Descubrir a los últimos

Parecía que esa iba a ser su vida: la comodidad de un capellán de corte. Sin embargo, como ha ocurrido con otros clérigos que empezaron con propósitos no del todo piadosos, el Señor lo recondujo hacia el camino que quería para él: el descubrimiento de los pobres. Esto ocurrió al conocer al abad Pierre de Bérulle (1575-1629), fundador del Oratorio de Francia, una de las ramas del Oratorio de san Felipe Neri. Al conocer a este venerable sacerdote, Vicente comenzó a darse cuenta de la importancia de las obras de caridad, ya que los sacerdotes del Oratorio francés en París visitaban frecuentemente a los pobres, algo en lo que Vicente de Paúl hasta entonces no se había preocupado mucho. Poco a poco, se dio cuenta de que Dios lo llamaba a algo diferente: no tanto a cuidar de los ricos—que sin duda también necesitaban atención pastoral—sino a cuidar de los pobres.

San Vicente de Paúl

Inició un camino totalmente diferente del que había emprendido al llegar a París. Además, se dio cuenta de la necesidad de formar a los sacerdotes. Provenía de una Francia en la cual los seminarios eran pocos y no bien preparados, ya que estamos hablando de poco después del Concilio de Trento. Todo esto lo llevó a fundar las dos instituciones por las que es conocido: los religiosos paúles, dedicados a la formación de sacerdotes y a la predicación de las misiones populares, y su gran obra por la que todos lo recuerdan, las Hijas de la Caridad, dedicadas al cuidado de los más necesitados. Estas mujeres valientes y generosas, que nunca quisieron ser religiosas y que en su momento fueron incomprendidas, hoy están presentes en todo el mundo atendiendo a los más pobres, los más abandonados y las personas más en riesgo.

Encuentro trascendental

Ya estando en París, cuando empezó su camino de caridad, san Vicente de Paúl entabló contacto epistolar con otro gran hombre, san Francisco de Sales (1567-1622), entonces ya obispo de Ginebra, aunque residía en Annecy debido a la presencia de protestantes en su diócesis. Empezaron a tratarse por carta, y llegó un momento en que san Francisco de Sales visitó París. Entonces ocurrió el encuentro entre estos dos grandes hombres, grandes santos de la historia de la Iglesia francesa y de la espiritualidad. De este encuentro, san Vicente de Paúl escribió que le quedó muy impresa la imagen de ese hombre lleno de bondad y comentó: “Si en este hombre he encontrado tanta bondad, ¡cómo será la bondad de Dios!”.

El encuentro de estos dos santos en París fue fructífero, ya que san Francisco de Sales pidió a Vicente de Paúl que fuera el confesor de Francisca de Chantal, quien después sería la fundadora de la Visitación (las monjas salesas). Pero dejamos aquí la historia de Vicente de Paúl, y desde su tumba nos acercamos a la cercana Rue du Bac, que en su n. 140 esconde uno de los tesoros más hermosos de la ciudad. Digo que lo esconde porque desde la calle no te haces una idea del oasis espiritual que encuentras cuando cruzas el portón y sigues un pasillo que lleva hasta el santuario de la Medalla Milagrosa. Allí, durante todo el día, hay un fluir continuo de personas que van a rezar, a encontrar un rincón para la meditación, que asisten a misa o a confesarse. Llama la atención que la capilla siempre está llena, con personas de todas las razas, y con la acogida amable de las Hijas de la Caridad.

Una Hija de la Caridad de referencia

En esta capilla está también sepultada santa Catalina Labouré, la joven de origen humilde que, según la tradición, en 1830, siendo todavía novicia, recibió de la Virgen la revelación de la medalla que hoy encontramos en todo el mundo con la inscripción “Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”. Después de las apariciones de la Virgen, la joven religiosa vivió el resto de sus años en una vida escondida y desconocida para todos, aunque la devoción a la medalla milagrosa creció rápidamente y ya en 1836 se habían repartido más de 130.000 de ellas.

Y mientras esta devoción se propagaba por todas partes, Catalina seguía en el convento barriendo, lavando, cuidando las gallinas y trabajando como enfermera. Desde la fecha de las apariciones hasta 1876, año en que murió, Catalina permaneció en el convento sin que nadie supiera que ella era la vidente a quien se le había aparecido la Virgen para recomendar la medalla que se hizo popular en todo el mundo.

Redescubrimiento mariano

La difusión de la devoción a la medalla milagrosa se vio impulsada por un acontecimiento significativo: en 1842, el joven judío Alfonso Ratisbona, licenciado en Derecho y con planes de convertirse en banquero, decidió, a los 27 años, viajar a Jerusalén antes de casarse con su prima Flore. Durante su trayecto, visitó las principales ciudades europeas. Al llegar a Roma, mientras paseaba con su amigo, el barón Marie-Théodore de Bussierre, entró por curiosidad en la iglesia de Sant’Andrea alle Fratte, donde el barón iba a reservar una misa para un funeral. Mientras exploraba la iglesia, en la que trabajaron artistas como Bernini y Borromini, Ratisbona tuvo, según su propio relato, una visión de una mujer de extraordinaria belleza, a quien identificó como la Virgen María, en la misma postura que aparece en la medalla milagrosa, bañada en luz.

Este evento llevó a Ratisbona a convertirse al catolicismo; fue bautizado el 31 de enero de ese año e ingresó en la Compañía de Jesús. Su conversión se hizo conocida y causó una gran impresión en todo el mundo, contribuyendo a que miles de personas empezaran a llevar también la medalla milagrosa. Ratisbona fue ordenado sacerdote en 1848, pero luego obtuvo permiso para abandonar la Compañía de Jesús. Al dejar la orden, se unió a su hermano, también sacerdote (convertido quince años antes), y juntos fundaron las Religiosas de Nuestra Señora de Sion, una congregación dedicada a la conversión de judíos y musulmanes, que los llevó hasta Palestina.

Una mirada renovada

El espíritu de san Vicente de Paúl, tan presente en el centro de París, también nos lleva a recordar al fundador de las Conferencias de San Vicente de Paúl, Federico Ozanam (1813-1843), quien fue beatificado por el Papa Juan Pablo II durante la Jornada Mundial de la Juventud de París en 1997. Ozanam era un joven de provincia que llegó a la Sorbona para estudiar y, bajo la influencia del ambiente parisino de la Universidad, dejó de practicar su fe. Aquí es donde entra en su vida un científico excepcional, el profesor André-Marie Ampère (1775-1836), un físico que realizó aportaciones fundamentales al estudio de la electrodinámica, desarrollando los primeros modelos matemáticos para describir los fenómenos del electromagnetismo.

Ampère, gran profesor de la Sorbona, era tan renombrado que, aunque Ozanam no era su estudiante, lo conocía de verlo en la Universidad. El joven estudiante, que solo visitaba las iglesias por motivaciones culturales ya que había abandonado la práctica religiosa, un día, mientras visitaba la iglesia de St-Etienne-du-Mont—donde está enterrada santa Genoveva—observó en una capilla pequeña y oscura a una figura rezando. Pensó que se trataba de una anciana devota, pero al acercarse, descubrió, para su sorpresa, que era el profesor Ampère, arrodillado, rezando el Rosario ante un altar de la Virgen y del Santísimo. Esta imagen lo dejó profundamente impactado, pues ver a un científico de renombre de rodillas rezando a la Virgen fue algo que lo descolocó, especialmente cuando se había sentido deslumbrado por el ambiente laico de la Universidad.

Arrodillarse ante Dios

Días después, Federico decidió acercarse al profesor Ampère y le manifestó que deseaba hablar con él. Ampère le preguntó si tenía alguna duda académica, pero Federico le respondió que no, que solo quería hablar de un tema personal. Comenzaron a conversar y Ozanam, aún joven estudiante, le dijo: “Me sorprendió mucho verlo rezando en una iglesia, arrodillado ante la imagen de la Virgen y del Santísimo. Usted, siendo un científico tan grande e importante, no me lo esperaba.” La respuesta del profesor Ampère fue la siguiente: “Nunca soy tan grande como cuando me arrodillo delante de Dios.” Así comenzó una amistad espiritual que ayudó a Federico Ozanam a regresar a Dios. Años después, Ozanam fundaría las Conferencias de San Vicente de Paúl, siguiendo el espíritu de caridad, las cuales hoy están extendidas por todo el mundo.

Un poco más adelante en el tiempo, encontramos a Don Bosco, quien visitó París en 1883 durante u campaña europea de recogida de donativos para la construcción de la Basílica del Sagrado Corazón en Roma, por encargo de León XIII. En esa ocasión, un anciano pidió visitarlo, pero tuvo que esperar mucho tiempo, pues el santo tenía una gran cantidad de personas que deseaban verlo. Cuando finalmente fue recibido, el anciano le confesó que tenía problemas de fe, que era ateo y que no sentía ninguna esperanza. Hablaron durante más de una hora, y poco a poco, aquel hombre fue cambiando de actitud; había llegado muy arrogante, decidido a demostrarle a Don Bosco que el ateísmo era el único camino posible. Al final de la conversación, ya en un tono amistoso, el anciano le entregó su tarjeta, en la que Don Bosco leyó el nombre de Víctor Hugo, el famoso literato. Hugo quedó fascinado por la figura del santo y le pidió volver a visitarlo.

Don Bosco aceptó con gusto, y Hugo regresó unos días después. Durante esa segunda conversación, Hugo le pidió al fundador de los salesianos un favor: que, cuando él estuviera a punto de morir, le enviara un sacerdote para que lo asistiera espiritualmente y pudiera recibir los sacramentos, ya que la charla con Don Bosco le había devuelto la esperanza en la vida eterna. Dos años después, Víctor Hugo falleció, y los salesianos enviaron un sacerdote para asistirlo, pero la familia y el entorno anticlerical del literato no permitieron que el cura se acercara. Hugo murió sin auxilios espirituales, no porque no quisiera, sino porque los suyos no dejaron entrar al sacerdote en su habitación.

Una conversión vital

Finalmente, es inevitable recordar que Charles de Foucauld se convirtió en la iglesia de Saint-Augustin de París una mañana de finales de octubre de 1886. Allí ocurrió algo extraordinario: la conversión de un hombre que, habiendo sido creyente en otro tiempo, había sido atrapado por la racionalidad y la duda.

De mente brillante y espíritu curioso, Charles cultivó desde muy joven una pasión por la lectura. Sin embargo, se dejó llevar por el escepticismo religioso y el positivismo que marcaron su época, y pronto, según sus propias palabras, perdió la fe, sumergiéndose en una vida mundana de placer y desorden que lo dejó insatisfecho. En 1876, Charles ingresó en Saint-Cyr por dos años. A los 20 años, ya como oficial, fue enviado a Argelia, donde su vida militar dejó mucho que desear. Tres años más tarde, al no encontrar lo que buscaba, dimitió y emprendió, arriesgando su vida, un viaje de exploración a Marruecos, entonces cerrado a los europeos. Este viaje científico, que describió en un libro, le otorgó la gloria reservada a los exploradores del siglo XIX.

Carlos de Foucauld

De regreso a su patria, Charles se encontraba aquel día en Saint-Augustin. En sus escritos, recuerda haberle dicho al sacerdote que estaba allí, el abbé Huvelin, que no venía a confesarse porque no tenía fe, sino que solo deseaba algunas aclaraciones sobre la religión católica. “Al dejarme entrar en vuestro confesionario, me habéis dado todos los bienes, Dios mío; si hay alegría en el cielo al ver a un pecador que se convierte, la hubo cuando entré en ese confesionario”. A partir de entonces, con la paciente ayuda de su prima Marie de Bondy, Charles comenzó a identificarse cada vez más con Cristo. En los años siguientes, vivió la experiencia trapense, residió en Tierra Santa y finalmente predicó en el desierto africano. Charles de Foucauld llevó el Evangelio entre los tuaregs, con aparente poco éxito desde una perspectiva humana, y permaneció con ellos hasta el atentado que le causó la muerte a los 58 años, el 1 de diciembre de 1916.