En un mundo cada vez más fragmentado y complejo, los catequistas enfrentan el desafío de transmitir la fe cristiana en contextos culturales diversos y, a menudo, en contraposición con las aspiraciones predominantes de la sociedad.
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San Pablo, en su primera carta a los Corintios, expresa con claridad este conflicto: “Mientras los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado” (1Cor 1,22-23). Este pasaje, lejos de ser una simple declaración teológica, es una invitación profunda a reflexionar sobre la centralidad de la cruz en la espiritualidad cristiana, especialmente en la misión catequética.
Considerando que, en la institución del Ministerio del Catequista, la cruz es el signo que se entrega, en el rito de institución con estas palabras: “Recibe este signo de nuestra fe, la cátedra de la verdad y el amor de Cristo y proclama con tu vida, tu testimonio y con tu palabra”; desafiando a renovar una espiritualidad en la cruz y a abrazar con mayor profundidad la vocación catequética en un mundo que a menudo rechaza los valores.
Por ello, los catequistas están llamados a transmitir esta cátedra de amor, ayudando a los fieles a comprender que la verdadera grandeza no se mide por el éxito o el poder, sino por la capacidad de amar y entregarse como Cristo lo hizo.
La cruz: Escándalo y Sabiduría Divina
Para los judíos, la cruz representaba un escándalo inconcebible, considerando que el Mesías prometido era esperado como un líder poderoso que liberaría a Israel de la opresión y restauraría el reino de David. La cruz, un instrumento de tortura y humillación reservado para los peores criminales, parecía incompatible con la imagen de un salvador glorioso.
Los judíos esperaban signos y prodigios, manifestaciones visibles del poder de Dios que confirmaran la identidad del Mesías. Sin embargo, la crucifixión de Jesús, lejos de ser un signo de poder, parecía ser la prueba definitiva de su fracaso, este escándalo desafía la lógica humana y cuestiona las expectativas tradicionales sobre la manera en que Dios actúa en la historia.
Para los griegos, la cruz era aún más desconcertante, vista desde la perspectiva de la filosofía, en una cultura que valoraba la razón, la lógica y la búsqueda del conocimiento como caminos hacia la verdad, la idea de un Dios crucificado era absurda. La sabiduría griega centraba en conceptos elevados de perfección y trascendencia, alejados del dolor y la muerte. La cruz, símbolo de sufrimiento y derrota, parecía una contradicción insalvable con la noción de divinidad. Para los griegos, la sabiduría era algo que elevaba al hombre por encima de las circunstancias materiales, y la cruz representaba exactamente lo opuesto.
Sin embargo, es precisamente en esta paradoja donde se revela la Sabiduría Divina, la cruz, que para judíos y griegos era un escándalo y una locura, se convierte en la expresión máxima del amor y la sabiduría de Dios, porque en la cruz, Dios se revela no a través del poder o la lógica humana, sino a través del amor, que se entrega hasta la muerte; desbarata las expectativas humanas y redefine lo que significa ser poderoso y sabio a los ojos de Dios. La cruz, entonces, se transforma en el punto central de la revelación cristiana, donde el misterio de Dios se desvela en su plenitud: un Dios que es omnipotente precisamente porque ama hasta el extremo, y sabio porque conoce el camino del sufrimiento como vía hacia la vida eterna.
La espiritualidad de la cruz en la catequesis
Para los catequistas, la cruz no es solo un símbolo teológico o un objeto de devoción, sino el núcleo mismo de la espiritualidad cristiana. En su misión de formar a otros en la fe, los catequistas están llamados a transmitir no solo el contenido doctrinal, sino también a ayudar a las personas a vivir una relación profunda y transformadora con Cristo; por ello, la cruz, como signo del amor absoluto de Dios, debe ser el centro de esta formación.
Esta espiritualidad de la cruz es especialmente relevante en un mundo que a menudo exalta el éxito, el bienestar material y la autoafirmación; la cruz, en cambio, nos llama a una lógica distinta, la lógica del amor que se dona, que se vacía de sí mismo para llenar de vida a los demás, en este sentido, la espiritualidad de la cruz es contracultural; desafía las corrientes que buscan evitar el sufrimiento a toda costa y que valoran la comodidad y el placer por encima de todo; por ello, es una oportunidad para mostrar que la verdadera alegría cristiana no se encuentra en la evasión del sufrimiento, sino en la aceptación del mismo como camino hacia la resurrección y la plenitud de la vida en Cristo.
Además, la cruz nos invita a ver nuestras propias debilidades como oportunidades para crecer en la fe y en el amor, esta espiritualidad nos enseña que en nuestras pruebas y dificultades podemos descubrir la presencia viva de Cristo, quien transforma en un medio de salvación y redención. Los catequistas deben ayudar a las personas a ver en la cruz como una fuente de esperanza y fortaleza, porque en la cruz, Cristo nos muestra que el amor verdadero es capaz de transformar la realidad en un acto de redención y vida nueva.
La cruz en la vida cotidiana del catequista
Para el catequista, la cruz es una guía práctica y constante para su vida diaria, porque en cada aspecto de su misión, desde la preparación de un encuentro hasta el acompañamiento personal, la cruz ofrece una orientación sobre cómo actuar, cómo amar y cómo servir. Llevar la cruz en la vida cotidiana significa integrar en cada acción y decisión los valores que esta representa: la entrega, el amor incondicional y la solidaridad. El catequista, al vivir según la espiritualidad de la cruz, se convierte en un testimonio viviente de Cristo para aquellos a quienes sirve, mostrando que la fe cristiana es una fe encarnada, vivida en lo cotidiano.
Un aspecto clave de esta vivencia de la cruz es la humildad. Jesús nos enseña a través de su crucifixión que el verdadero poder no reside en la imposición o en la grandeza terrenal, sino en la capacidad de servir a los demás. Para un catequista, la humildad se traduce en una disposición constante a aprender, a reconocer sus propias limitaciones y a confiar en la gracia de Dios para superar las dificultades. Esto también implica una actitud de servicio desinteresado, donde el bien de los demás se pone por encima de los intereses personales.
Además, la cruz en la vida cotidiana del catequista se manifiesta en la perseverancia frente a las dificultades y desafíos inherentes a su ministerio. La misión catequética no está exenta de pruebas: desde la incomprensión o indiferencia de los demás, hasta la propia fatiga y desánimo que pueden surgir en el camino. En estos momentos, la cruz se convierte en una fuente de fortaleza y esperanza. Jesús, en su pasión y muerte, muestra cómo enfrentar los desafíos con dignidad y confianza en la voluntad de Dios. El catequista que abraza la cruz no se deja vencer por las adversidades, sino que encuentra en ellas una oportunidad para crecer en la fe y para testimoniar la fidelidad de Dios, que nunca abandona a sus hijos, incluso en los momentos más oscuros.
A modo de cierre
La predicación de un Cristo crucificado es, quizás, el desafío más grande en la catequesis moderna, porque vivimos en una cultura que valora el éxito rápido, el confort y la autoafirmación, lo cual puede hacer que la cruz parezca irrelevante o incluso indeseable, sin embargo, la cruz sigue siendo el centro de nuestra fe y la fuente de verdadera renovación espiritual donde el catequista debe asumir el reto de presentar la cruz no como un obstáculo, sino como el camino hacia la verdadera libertad y la plenitud de vida en Cristo. Esta tarea requiere de un profundo testimonio personal: sólo un catequista que ha experimentado el poder de la cruz en su propia vida puede comunicar su significado con autenticidad y convicción.
En este Día Internacional del Catequista, somos llamados a renovar nuestra espiritualidad en la cruz, entendiendo que es el camino por el cual se nos invita a caminar cada día. Como catequistas, estamos llamados a proclamar el mensaje de la cruz con valentía y amor, confiando en que este es el mensaje que realmente puede transformar el corazón humano.
Por Marcial Riveros Tito. Teólogo y Contador Público