Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Santa Francisca Cabrini, una vida de película


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Precisamente el estreno hace unos meses de la segunda película sobre esta gran mujer, declarada patrona de los inmigrantes, en el contexto actual de emergencia migratoria y los desafíos pastorales que ésta plantea, nos da la ocasión de acercarnos a su vida, que es bastante singular. Entusiasmada desde pequeña con ser misionera en tierras de oriente, la Iglesia le pidió ser misionera en tierras de occidente y no con los paganos lejanos sino con los migrantes cercanos, y ella no dudó en cambiar sus planes, embarcando hacia América, y ella que le tenía pánico al mar, atravesó mas de veinte veces en barco el océano, de ida y vuelta a aquel continente.



Mujer de rompe y rasga, dentro de su sencillez, no hubo obstáculo que la detuviese. Las dos películas le rinden justicia, cada una a su manera, si bien curiosamente en una aparece alegre y sonriente (ésta la patrocinaron sus mismas religiosas) y en la segunda, más comercial, se cae en el típico error de presentarla seria, concienzuda y normalmente con cara de circunstancia, como algunos piensan erróneamente que debieron ser los santos. Ciertamente no podemos exigir a los cineastas que capten todos los aspectos de la santidad.

Plena actividad

Nacida el 15 de julio de 1850 en Sant’Angelo Lodigiano, a las puertas de Lodi, en Lombardía, era la menor de los trece hijos -de los que sólo cuatro sobrevivieron más allá de la adolescencia- de los esposos Agostino Cabrini y Stella Oldini. Nacida dos meses antes de tiempo, cuando su madre tenía 52 años, Francesca era pequeña y débil. Nadie habría podido prever entonces que esa niña no sólo sobreviviría a la infancia, sino que viviría 67 años de plena actividad.

Retrato de Santa Francisca Cabrini

Retrato de Santa Francisca Cabrini

El padre de Francesca era un campesino pudiente del lugar y su madre era milanesa. En aquellos años, Italia había logrado liberarse del yugo austriaco y avanzaba hacia la unidad. Agustín y su esposa Stella eran personas conservadoras pero que no tomaron parte en los disturbios políticos que los rodeaban, aunque algunos de sus parientes estaban profundamente involucrados en la lucha; concretamente uno, Agustín Depretis (1813-1887), llegó a ser primer ministro años más tarde.

Al nacer fue bautizada con los nombres de María Francesca, a los que posteriormente añadirá el de Javier al hacerse religiosa. La familia Cabrini era sólidamente piadosa, una de las hermanas de Francesca, Rosa, que había sido maestra de escuela y no había escapado a todos los defectos de su profesión, puso un énfasis especial en la educación de su hermana menor, pero con un rigor que Francisca recordaba de mayor, aunque parede que no no influyó negativamente en ella.

Vocación ad gentes

La piedad de Francesca fue precoz, pero no por ello menos real; al oír en casa la lectura de los Anales de la Propagación de la Fe, nació en ella desde muy niña el deseo de llegar a trabajar en tierras lejanas, un poco como le había pasado siglos antes santa Teresa de Ávila junto con su hermano. En sus fantasías infantiles, China se presentaba como su país favorito y jugaba vistiendo sus muñecas de religiosas, como para hacerlas misioneras; también solía hacer barquitas de papel, y las arrojaba al río cubiertas de violetas, representando a los misioneros que iban en misión. Además, en su inocencia, había oído que en China no había dulces, por lo que decidió renunciar a ellos en preparación para una futura vida de privaciones.

Los padres de Francesca, deseando que ésta siguiera la carrera de maestra como su hermana, la enviaron a estudiar en una escuela dirigida por ciertas religiosas en Arluno. Aquí, la joven destacó y superó los exámenes con éxito a la edad de dieciocho años. Pero ocurrió que en 1870, sufrió la pérdida de ambos padres y pasó los dos años siguientes viviendo con su hermana Rosa. Según cuentan de estos años, su gran amabilidad era evidente en la joven y dejaba una impresión duradera en todos los que la conocían. La amabilidad, como sabemos, no es imprescindible para la santidad -que santos bruscos ha habido algunos en la historia- pero hace especialmente atractiva la virtud.

Salud débil

Llegado el momento de responder a la llamada vocacional que sentía en su corazón, Francesca quiso entrar en la congregación donde había estudiado, pero no fue admitida debido a su salud que era muy débil. Otra comunidad también rechazó su ingreso por la misma razón. Pero don Serrati, sacerdote capellán de la escuela donde enseñaba, no olvidó las cualidades de la joven maestra y cuando fue nombrado deán de la colegiata de Codogno en 1874, como en la nueva parroquia había un pequeño orfanato, llamado Casa de la Providencia, pensó en ella. La realidad era que dicho orfanato se hallaba en condiciones que dejaban mucho que desear; la fundadora, una tal Antonia Tondini, y otras dos mujeres, se ocupaban de la administración de la casa, pero parece que la cosa no iba bien, tal vez porque abundaban en ellas las buenas intenciones pero no las cualidades. Fue esta la ocasión para que el obispo de Lodi y don Serrati invitaran a Francesca a ayudar en ese instituto y a fundar allí una congregación religiosa, proyecto que la joven aceptó, aunque no sin gran reparo, con esa humildad que vemos que es común en la vida de los santos.

Escena de la película de Santa Francisca Cabrini

Escena de la película de Santa Francisca Cabrini

Francesca comenzó así lo que podemos llamar un noviciado particular, ya que al mismo tiempo que la formación tenía el trabajo, que era fuerte. La experiencia se reveló un verdadero calvario ya que, aunque Antonia Tondini había aceptado que Francesca trabajara con ella en el orfanato, en lugar de ayudarla se dedicó a obstaculizar su labor. Nuestra santa no se desanimó, con sus compañeras pudo fundar la comunidad de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón, bajo la inspiración del gran misionero jesuita san Francisco Javier. Cuando en 1877 emitió los votos religiosos, junto con siete de sus hermanas, tomó el nombre del santo español. Al mismo tiempo, el obispo la nombró superiora y esto, por desgracia, no hizo sino empeorar las cosas, ya que el comportamiento negativo de Tondini, que probablemente tenía trastornos mentales, se convirtió en un escándalo público.

Desafío aceptado

Francesca y sus colaboradores lucharon durante otros tres años para apoyar la obra de la Casa de la Providencia, a la espera de tiempos mejores, que, sin embargo, no llegaron y al final el obispo renunció al proyecto y cerró el orfanato, después de decirle a Francesca: “Quieres ser misionera; bueno, es hora de que lo seas. No conozco ninguna insti-tución misionera femenina. Fundadla vosotras mismas”. Tenía razón el obispo sobre la ausencia en la Iglesia de institutos femeninos con un carisma puramente misionero y fue valiente al proponer a Francesca este desafío, que ella aceptó con igual valentía. En ese momento su vida comenzó un camino que la llevará muy lejos.

En el mismo Codogno había un antiguo convento franciscano ya deshabitado, al que se trasladó la que ya podemos llamar, de ahora en adelante, madre Cabrini con sus siete compañeras. Una vez constituida la comunidad, la santa se dedicó a la redacción de las reglas, que en realidad no eran directamente misioneras, ya que los tiempos no estaban listos para una institución femenina de este tipo y por lo tanto el objetivo principal de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón sería la educación de las mujeres jóvenes. En el mismo año el obispo de Lodi aprobó las constituciones y la comunidad comenzó un crecimiento que llegó dos años después a la inauguración de la primera sucursal en Gruello, a la que pronto siguió la casa de Milán.

Intento de disuasión

Todo esto es fácil de escribir, pero la realidad fue bastante más difícil. En efecto, aunque en las reglas se disimulaba un poco el hecho de ser totalmente misioneras, algunos argumentaron que ese título no era apropiado para las mujeres, y una madre se quejó de que su hija había sido engañada para entrar en la comunidad. A pesar de esto, las vocaciones llegaron y en 1881 el nuevo instituto obtuvo la aprobación diocesana. Años después, en 1901, alcanzó la aprobación pontificia y se dice que el cardenal Vives Y Tutó (1854-1913), entonces prefecto de la Sagrada Congregación de los Religiosos, afirmó en aquella ocasión que si tan sólo hubiera firmado este decreto durante todo el período de su prefectura, tendría motivo suficiente para estar satisfecho.

En el año 1887, cuando la madre Cabrini fue a Roma para pedir a la Santa Sede la aprobación de su comunidad y le diera permiso para abrir una casa en la ciudad, a su llegada algunas personas influyentes trataron de disuadirla del proyecto, pues parecía que llevaban poco tiempo de vida en común. El cardenal Parocchi, vicario de Roma, repitió el mismo tema en su primer coloquio con la madre Francesca; pero solamente en el primer coloquio, porque la santa se ganó muy pronto su confianza y en poco tiempo se le pidió a Francesca que abriera no una, sino dos casas en Roma: una escuela gratuita y un orfanato.

Mirar a otro continente

Como hemos dicho, nuestra protagonista había soñado con China desde que era niña, pero ahora había muchos que querían convencerla de que mirara hacia otro continente. En ese momento la diócesis de Piacenza estaba gobernada por un santo obispo, Mons. Giovanni Battista Scalabrini (1839-1905), quien algunos años antes había fundado una asociación de misioneros con el fin de asistir, sobre todo en América, a los miles de emigrantes italianos que vivían en una situación moral y religiosa deplorable.

Scalabrini propuso la idea de colaborar a Francesca, pero esta posibilidad no la convencía mucho, no por falta de celo o de espíritu, sino porque no en vano había acariciado durante treinta años con la idea de Oriente. El Papa León XIII, que conocía muy bien la triste situación de los emigrantes italianos en el extranjero, poco antes había lanzado una conmovedora petición de ayuda a los obispos americanos para que vinieran en su ayuda, y así cuando la madre Cabrini expuso al Papa la propuesta de Mons. Scalabrini, recibió una orden explícita: “A Oriente, no, a Occidente”.

Multitud impresionante

Pero, por otro lado, de niña Francesca había caído en cierta ocasión al río y desde entonces siempre había tenido miedo del agua. A pesar de ello y olvidándose de su miedo, cruzó por primera vez el Atlántico en un barco con seis de sus religiosas y desembarcó en Nueva York el 31 de marzo de 1889; durante su vida lo volverá a hacer más de veinte veces. Allí se encontró a su llegada con una multitud impresionante de pobres europeos, italianos, polacos, ucranianos, checos, etc., que habían emigrado a los Estados Unidos. Para tener una idea de la situación, hay que considerar que cuando llegó la madre Cabrini, sólo en Nueva York y sus alrededores había unos 50.000 italianos, la mayoría de los cuales ni siquiera conocían los rudimentos de la doctrina cristiana; sólo unos 1.200 de ellos habían asistido a la misa alguna vez en su vida. Y las condiciones económicas y sociales de la mayoría de los inmigrantes estaban a la par de las condiciones religiosas.

Escena de la película de Santa Francisca Cabrini

Escena de la película de Santa Francisca Cabrini

El clero también tenía sus dificultades porque, aunque no es agradable recordarlo, de los doce sacerdotes italianos en los Estados Unidos, diez habían tenido que abandonar su patria por mala conducta. “Aquí vivimos como animales”, escribía un inmigrante de este tiempo, “se vive y se muere sin sacerdotes, sin maestros y sin médicos”. No es de extrañar que en el ya citado tercer concilio plenario de Baltimore, y el arzobispo Corrigan y León XIII hayan manifestado su preocupación por la situación religiosa de aquellos inmigrantes, que requería un gran y urgente esfuerzo de evangelización.

La primera noche

Los inicios de las religiosas de la madre Cabrini en la ciudad de Nueva York no pudieron ser peores; se les pedía concretamente que organizaran un orfanato para niños italianos y hacerse cargo de una escuela primaria, pero para empezar el día que llegaron a la ciudad, si bien fueron recibidas cordialmente, se encontraron sin alojamiento, de modo que tuvieron que pasar la primera noche en una sucia posada, donde no se podía dormir y decidieron pasar la noche en oración.

Se habían hecho arreglos a través del arzobispo Corrigan, y Cabrini fue informada de que una tal Mary Reid, estadounidense casada con el conde italiano Palma de Cesnola, tenía ya preparada una casa para la comunidad. Sin embargo, una vez que llegaron al país en marzo de 1899, en seguida descubrieron que nada había sido preparado y ningún proyecto se había hecho para ellas. Cuando las monjas acudieron al arzobispo Corrigan, la madre se enteró por él de algunas dificultades, entre las que el prelado le explicó que la casa que se había alquilado estaba en un barrio demasiado elegante para un orfanato, por lo que consiguiente, el proyecto había sido abandonado. Además, los posibles alumnos eran abundantes y no había edificio para la escuela, solamente para el internado, así que el prelado concluyó diciendo que, dadas las circunstancias, era mejor que las religiosas volvieran a Italia. Francesca respondió con su habitual firmeza y decisión: “No, Monseñor, el Papa me ha enviado aquí, y yo me quedo aquí”.

Firmeza inquebrantable

Parece ser que el arzobispo quedó impresionado por la firmeza de aquella pequeña lombarda y el apoyo que le daban en Roma, por lo que no se opuso a la permanencia de las religiosas en Nueva York y por el momento logró alojarlas con las Hermanas de la Caridad. Después de mucha correspondencia con la benefactora, la Cabrini dio la razón el arzobispo Corrigan en que el sitio era demasiado elegante y demasiado lejos de la parte sur de la ciudad, donde se concentraban los inmigrantes italianos. El obispo y la religiosa se hicieron amigos y ella comenzó a ir con el prelado en sus visitas en que acudía a los barrios más poblados por italianos para celebrar el sacramento de la confirmación.

Nueva York había tenido relativamente pocos inmigrantes italianos durante sus dos primeros siglos de historia. En el año 1860, solo unos 1.400 neoyorquinos eran de origen italiano, la mayoría de ellos se ganaban la vida como trabajadores portuarios, fruteros, obreros de la construcción y en general mano de obra dura, y vivían en el modesto barrio de Five Points. El primer italiano en residir en Nueva York fue Pietro Cesare Alberti, un marinero veneciano que, en 1635, se había establecido en la colonia de New Amsterdam. De manera anecdótica, recordar una pequeña oleada migratoria de protestantes, llamados valdenses, originarios de la Italia del norte (especialmente piamonteses) que tuvo lugar durante el siglo XVII, la mayoría de los cuales llegaron entre 1654 y 1663. Un documento holandés de 1671 indica que sólo en 1656 el Ducado de Saboya, cerca de Turín, había exiliado a 300 valden-ses debido a su fe protestante.

Causas complejas

En 1860 comenzó una fuerte inmigración de Italia que se convirtió en una inundación hacia finales del siglo. Entre 1900 y 1914, casi dos millones de italianos emigrarán a América, la mayoría de los cuales llegaron a Nueva York. Así, en 1930, la ciudad albergaba a más de un millón de italo-americanos, un enorme 17 por ciento de la población de la ciudad. ¿Qué llevó a este fuerte aumento de la inmigración? Las causas son complejas, y cada persona o familia que llegaba sin duda tenía una historia única.

La historia nos dice que hacia finales del siglo XIX, la península italiana había sido unificada, pero la tierra y las gentes no estaban unificadas en absoluto. Décadas de luchas internas habían dejado un legado de caos social y pobreza generalizada. Los agricultores del sur de Italia, predominantemente rural, y de la isla de Sicilia, tenían pocas esperanzas de mejorar su suerte. Enfermedades y desastres naturales invadieron la nueva nación, pero el gobierno naciente no tenía recursos para afrontarlos. A medida que el transporte transatlántico se hacía más accesible y las noticias de la prosperidad estadounidense llegaban a través de los inmigrantes que regresaban y los reclutadores estadounidenses, a los italianos les resultaba cada vez más fácil responder a la atracción de los Estados Unidos.

Barreras culturales

Como la mayoría de los inmigrantes que se enfrentaron a barreras lingüísticas y culturales, los italianos se establecieron creando enclaves étnicos: Las primeras comunidades se concentraron en Mulberry Street al norte de Five Points, Greenwich Village, y East Harlem. Y aunque los neoyorquinos etiquetaban a los recién llegados como “italianos”, los inmigrantes se identificaban principalmente con su región o aldea y de esa manera se organizaban en sus barrios. Así, por ejemplo, Mulberry Street era claramente napolitana, Mott Street tenía a los calabreses, Hester Street a los originarios de la Puglia, etc., Elizabeth Street era estrictamente siciliana, y cada cuadra estaba habitada por una ciudad siciliana específica.

En cuestión de semanas, madre Cabrini forjó una sólida amistad con la condesa benefactora del orfanato en proyecto, y logró reconciliarla con el arzobispo. Durante una de sus visitas, madre Cabrini señaló un lugar más allá del río Hudson que anteriormente albergaba un noviciado jesuita llamado “Manresa”. Hábilmente, propuso este lugar como el sitio idóneo para llevar a cabo su obra benéfica. Se consiguió adquirir esta propiedad y se la renombró como “West Park”, donde de inmediato puso a sus hermanas a trabajar, era cerca de las áreas de Nueva York donde los Padres Scalabrinianos tenían su iglesia.

La congregación florece

En julio de 1889, madre Cabrini emprendió un viaje a Italia en compañía de las dos primeras religiosas italo-americanas de su congregación. Después de una estancia de nueve meses, regresó a Estados Unidos acompañada de otras religiosas para que dirigiesen la casa en West Park, en la que además de trasladar allí el orfanato, que ya había crecido considerablemente, también estableció la residencia principal y el noviciado de su congregación en tierras norteamericanas. A partir de ese momento la congregación floreció y se expandió, sirviendo tanto a los inmigrantes en América como en Italia.

Poco después de estos eventos, emprendió un valiente viaje a Managua, en Nicaragua. A pesar de las adversas circunstancias políticas y sociales, marcadas por peligros evidentes, asumió la dirección de un orfanato y estableció un colegio. En su viaje de regreso, hizo una parada en Nueva Orleans, atendiendo a la llamada del arzobispo de la ciudad, Francis Janssens. En esta localidad, la comunidad italiana, procedente mayormente del sur de Italia y Sicilia, vivía en condiciones sumamente precarias. Entre ellos se encontraban individuos con antecedentes delictivos, y poco antes de la llegada de madre Cabrini, una turba enfurecida de americanos, algunos con historiales criminales, había llevado a cabo un linchamiento atroz que costó la vida de once personas. Como resuLtado de su visita, se fundó una institución para brindar apoyo a los inmigrantes en esta ciudad.

Amaos unas a otras

A pesar de sus dificultades con el inglés, idioma que aprendió con mucho esfuerzo, madre Cabrini siempre mantuvo su distintivo acento extranjero. No obstante, esto no le impidió cosechar un gran éxito en sus interacciones con personas de diversos ámbitos. En particular, aquellos con los que tenía que tratar por asuntos financieros, que eran numerosos y de gran importancia, la admiraban profundamente. Aquella disciplina inculcada desde temprana edad por su hermana se conjugaba en ella con una comprensión y afecto excepcionales hacia sus hermanas religiosas. Como después recordaban muchas de ellas, solía decirles: “Amaos unas a otras. Sacrificaos constantemente y de buen grado por vuestras hermanas. Sed buenas; no seáis duras ni bruscas, no guardéis rencor; sed mansas y pacíficas”.

En 1892, año del cuarto centenario del descubrimiento del Nuevo Mundo, la santa fundó en Nueva York una de sus obras más conocidas: el Hospital Columbus. Con un capital inicial de doscientos cincuenta dólares, que representaban cinco contribuciones de cincuenta dólares cada una, el hospital comenzó su existencia en la calle 12. Al principio, los médicos le ofrecían sus servicios gratuitamente y las hermanas trataban de suplir con celo la falta de personal. Poco a poco, no obstante, el lugar se forjó una reputación que finalmente atrajo el apoyo financiero necesario. Luego, se trasladaron a ubicaciones más amplias en calle 20, donde continuaron su labor hasta tiempos recientes. En seguida, madre Cabrini emprendió un nuevo viaje de vuelta a su amada Italia, donde participó en la inauguración de una nueva residencia y en las celebraciones del quincuagésimo aniversario de sacerdocio del Papa.

Extensa travesía

Durante ese mismo año, emprendió una extensa travesía que la llevó a Costa Rica, Panamá, Chile y Brasil, con el propósito de establecer nuevas casas de caridad. Además, viajó a Buenos Aires, donde trasladó a las religiosas de la comunidad de Managua, la cual finalmente tuvo que cerrarse debido a los problemas políticos del país. Es importante recordar que en 1895 tales viajes eran más incómodos y desafiantes en comparación con las facilidades actuales; no obstante, nuestra santa disfrutaba enormemente de todos aquellos paisajes, lo que aliviaba en parte las incomodidades del trayecto.

Madre Cabrini siguió llevando a cabo la misma actividad incansable durante los doce años que siguieron. En el verano de 1898, viajó a Inglaterra, donde el obispo de Southwark, Mons. Francis Bourne (1861-1935) -quien más tarde sería nombrado cardenal en 1911- la había conocido años atrás en Codogno. El prelado le solicitó que fundara una casa de su congregación en su diócesis. El biógrafo Butler afirmó que si se designara un santo patrón de los viajeros, más contemporáneo que San Cristóbal (aunque todavía no había sido removido del calendario litúrgico), madre Cabrini estaría, sin duda, en la cima de la lista de candidatos. A pesar de su frágil salud, esta notable mujer fundó más de cincuenta instituciones, entre las que se incluían escuelas primarias y secundarias, hospitales, orfanatos y otras entidades benéficas, todo ello durante sus numerosos viajes a través del Océano Atlántico.

Profundamente espiritual

Aquellos que tuvieron el privilegio de conocerla la describen como una mujer profundamente espiritual, desapegada de las posesiones terrenales, pero también como una mujer de negocios excepcional, muy perspicaz, como lo pudieron experimentar sus contratistas durante la construcción del segundo Hospital Columbus, éste en Chicago. Era una persona a la que no se le podía engañar ni defraudar. Una anécdota reveladora se relata durante las negociaciones para adquirir el Hotel North Shore en Chicago para construir dicho hospital. El precio acordado fue de 100.000 dólares. La transacción estaba a punto de concretarse, pero en la madrugada del día en que se iba a hacer el pago inicial, la Cabrini acompañada por otra religiosa se dirigió sigilosamente al lugar. Con simples trozos de cuerda anudada, obtuvieron las medidas precisas de la propiedad que estaban a punto de comprar, descubriendo así que intentaban estafarlas arrebatándoles 25 pies de su propiedad que se extendía a lo largo de toda la manzana. Ellas Presentaron sus propias mediciones amateurs y, de esta forma, ganaron la disputa.

Tumba de Santa Francisca Cabrini

Tumba de Santa Francisca Cabrini

Sus religiosas, tanto en los Estados Unidos como en otras partes del mundo, no se limitaron a asistir a la comunidad de inmigrantes italianos. De hecho, en el aniversario jubilar de la congregación, los reclusos de la renombrada prisión de Sing-Sing le enviaron una carta conmovedora de agradecimiento. El Papa León XIII también la recibía con afecto, incluso en tiempos en que las audiencias estaban suspendidas. El pontífice, ya en su vejez, colocaba su mano sobre la cabeza de madre Cabrini y pronunciaba palabras de apoyo: “La Iglesia abraza al Instituto”, seguidas de un sincero “Trabajemos, trabajemos; después, el paraíso será aún más hermoso”.

Malaria letal

En 1911, su salud comenzó a deteriorarse. A pesar de sus 61 años y su agotamiento físico, perseveró en su labor durante seis años más. Finalmente, la malaria puso fin a su vida en el Hospital Columbus de Chicago, una institución que ella misma había fundado siguiendo el modelo del Hospital de Nueva York. La muerte la sorprendió en medio de uno de sus viajes habituales, reflejo de su incansable espíritu, y sus restos fueron trasladados a la Escuela Secundaria Mother Cabrini, que se halla al norte de Manhattan, en Fort Washington Avenue.

El funeral de esta extraordinaria mujer fue oficiado por el arzobispo Patrick Hayes, quien destacó la vida y los numerosos logros de madre Cabrini, en especial su dedicación al cuidado de los inmigrantes italianos, así como su incansable labor en el campo de la educación y la salud. Como legado, dejó a su paso 67 instituciones al servicio de los más desfavorecidos: los pobres, los huérfanos y los enfermos, aquellos que la sociedad tendía a ignorar.

Heroína en tiempos modernos

En 1938, sus restos fueron trasladados a la capilla del santuario erigido en su honor en Washington Heights, al norte de Manhattan, donde descansan en la actualidad. El recuerdo de Santa Francesca Cabrini continuó siendo venerado por los fieles, lo que condujo a su beatificación el 13 de noviembre de 1938, aprobada por Pío XI, y a su canonización el 7 de julio de 1946 celebrada por Pío XII. Éste último destacó el impulso interior que guiaba todas sus obras, reconociéndola como un alma ricamente agraciada tanto por la naturaleza como por la gracia divina. Ese mismo año, en una audiencia a sus religiosas, el Papa habló de ella como una “heroína de los tiempos modernos”.

En 1950, el mismo Pío XII la proclamó patrona de los inmigrantes, dedicándole las siguientes palabras: “Imagen de la mujer fuerte, conquistadora, con pasos audaces y heroicos”. El pontífice hacía alusión a la excepcionalidad de su vida, sus incansables esfuerzos en favor de los migrantes en las Américas, a través de la creación de escuelas, orfanatos, hospitales y programas de apoyo en prisiones.