Pasan los meses y no acaba de resolverse del todo –y mucho menos satisfactoriamente– el debate sobre las obras pinturas y complejos mosaicos del Centro Aletti, el taller dirigido por Marko I. Rupnik que llevan claramente su sello personal tras las tremendas y numerosas acusaciones de abusos del expulsado jesuita. Sin querer entrar directamente en este caso en el que el autor ha desarrollada también una auténtica teología de la identificación de la obra de Dios a través de la creación del artista, los ejemplos en los que la impronta de la experiencia religiosa deja su huella particular son abundantes en la historia. He aquí un par de ejemplos menos contemporáneos.
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La muerte del padre
No todos los cuadros de Vincent van Gogh son plenamente coloridos como sus girasoles. A veces abunda la oscuridad como ocurre con aquellos aldeanos comiendo papayas o con el cuadro dedicado a la muerte de su padre, el llamado ‘Naturaleza muerta con Biblia’.
Hijo fe un pastor protestante, Van Gogh tuvo una etapa de un fervor religioso tan intenso que incluso se hizo misionero en unos pueblos mineros de Bélgica. Esa etapa había pasado cuando en octubre de 1885 pinta este cuadro en la localidad neerlandesa de Nuenen. Por eso junto a la Biblia de su padre cuya vida se ha apagado como la vela que está en el lateral el pintor posimpresionista sitúa una novela francesa como reflejo de sus nuevos intereses. De casi estudiar teología al traumático final de su vida en unos años de enfermedad y desequilibrio, la obra de Van Gogh trasciende a sus demonios interiores e incluso a sus visos de esperanza.
En el cuadro, junto al imponente libro sagrado que ocupa la parte central de la mesa y está abierto por el libro de Isaías; se sitúa casi al borde la novela ‘La alegría de vivir’ del escritor francés Émile Zola. Una obra que por cierto repugnaba totalmente al padre con el que Van Gogh tuvo que volver a vivir en una época de estrecheces económicas. La novela cuenta la desgraciada vida de la hija de un salchichero que queda huérfana a los nueve años y se va a vivir a la casa de su tutor, una familia que en la que no se sentirá a gusto y encima irá despojándola de su herencia…
El hijo descarriado
Ya hemos comentado en este blog la rica colección del Museo del Hermitage y como el empeño cultural de la emperatriz Catalina la Grande hizo que terminaran en la corte imperial rusa algunas piezas irrepetibles de la iconografía cristiana de la Europa occidental. Catalina empezaría su colección con un lote de 225 cuadros de pintura flamenca y es que, solo en su comedor, había 92 cuadros. Y es que en el museo se encuentra el que es quizá el último cuadro de Rembrandt, ‘El regreso del hijo pródigo’, que tan maravillosamente ha sido comentado por Henri J. Nouwen y editado por PPC. Arruinado, tras morir su hijo y abandonado por su familia también Rembrandt siente el abrazo del Padre y los plasma en un óleo de más de dos metros y medio que Catalina instalará en su residencia en 1766.
Rembrandt siempre vivió por encima de sus posibilidades en arte y objetos curiosos que llegaban al puerto de Amsterdam. Tanto es así que finalmente se arruinaría por última vez en 1656 y acabaría vendiendo su casa, su taller y sus obras. A eso se sumaría poco después la muerte de su segunda mujer, Hendrickje, y cinco años más tarde su hijo Titus. Rembrandt moriría un año después del el 4 de octubre de 1669. Poco antes había pintado el cuadro en el que aparece la familia representada y ese Padre cuya mirada, abrazo y acogida solo pueden representar la misericordia y el perdón. Más allá de la situación social de un Rembrandt rechazado incluso por sus compañeros de gremio.