En alguna parte escuché o leí, no lo recuerdo bien, que existe un silencio que procede del desacuerdo con el mundo, y otro silencio que es el mundo mismo. En ambos casos, estos silencios son evidencia del pensar: quien tiene miedo de hacer silencio, tiene miedo de pensar.
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Sin embargo, los tiempos que corren han promovido, de alguna manera, que el ser humano se aleje, es más, desconfíe del silencio. Desconfiar del silencio como si el ruido instintivamente nos advirtiera de algún peligro. Ya lo advirtió Jung, el ruido parece infundir cierto sentido de seguridad, cierta protección de penosas reflexiones, cierta destrucción de sueños inquietantes, nos asegura que estamos todos juntos.
Sin embargo, entre el silencio y la esencia del hombre hay un vínculo más allá de toda comprensión. Me gusta pensar que, realmente, la palabra no fue lo primero, como afirma la Escritura, sino el silencio. Antes del hágase la luz (Gen 1,3) hubo silencio. Entonces, comprendo que la palabra tiene que surgir del silencio cargada con el espíritu que da sentido a la palabra.
Picard denuncia que, en la actualidad, la palabra no brota fecunda del silencio, sino de otra palabra, del sonido de otra palabra, y no vuelve más al silencio. No nace en el centro del sentido, sino en su periferia, perdiendo su espíritu, su sagrada identidad, conformándose con ser sonido.
No hay diálogo sin silencio
Existe un libro que, con el favor de Dios, algún día podré leer. Se llama ‘El Mundo del Silencio’, escrito por Max Picard. Desafortunadamente, mi acercamiento a su universo, ha estado mediado por otras comprensiones que me han llevado a comprender sus ideas como un camino de reconciliación con el silencio, pues solo a través de él podemos recuperar tanto el sentido del existir humano, como el sentido del contacto vivo y directo con la naturaleza, para poder de allí sentir el sosiego de la existencia y el descanso del Ser, ya que para él, el silencio revela la dimensión más profunda de la realidad.
La palabra nacida del silencio tiene la potencia para crear comunión y comunidad, pero hoy parece encontrarse privada de su relación vital con el silencio, y al estar desasistida de él, entonces se vuelve vacía, inauténtica e infecunda. Vaciada de sentido, la palabra no puede tejer entonces un diálogo verdadero. Heidegger describe al hombre como animal que posee al logos, pero al desligarse del silencio, entonces esta esencialidad se quiebre y la ruta hacia el habla se distorsiona. El silencio le permite hablar al habla, dar presencia y figura a lo real y a lo irreal.
El silencio es el origen del habla que nos confía su esencia, que nos permite comprender que culmina en lo que fue dicho.
Los dos silencios
Al inicio apunté que existe un silencio que procede del desacuerdo con el mundo, y otro silencio que es el mundo mismo, y que no recordaba el origen de la afirmación. Esta afirmación la leí en un ensayo de Ramón Andrés, ensayista y poeta español. Lo importante de esto, no es tanto saber que existen dos silencios, sino que, asumidos en su significado más profundo, ambos constituyen “una forma de audición, un fijar el oído a la consciencia para discernir qué nos escinde de cuanto nos rodea, qué nos separa de lo que somos”.
El silencio, como unidad que unifica al hombre, es un atento escuchar en todas direcciones, advertir, lo más desnudamente posible, la voz en la que se ha vaciado cuanto existe.
Lo advirtió Confucio al señalar que la identificación silenciosa de las cosas es esencial y exacta para comprender qué son el silencio y su escucha. El silencio, ambos, pero muy especialmente aquel en desacuerdo con el mundo, es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio, advierte Benedicto XVI, “escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos”. Por ello, es precisamente el silencio la casa de la palabra, espíritu que le confiere fuerza y espíritu, y es la palabra la que permite develar el misterio que envuelve al silencio. Paz y Bien
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela