Fue muy popular hace tiempo. ‘De colores’. Canción tradicional de Joan Báez, y muy utilizada en los Cursillos de Cristiandad. Hoy me vino a la memoria asociada a los distintos colores que a veces reflejan la actualidad de estos días. Contrastados por el gozo y el dolor. Y me explico.
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La actualidad dolorosa y tremendamente injusta que me atrae estos días es por una parte la llegada de migrantes a Canarias. En cayucos enormes con una gran capacidad para transportar vidas humanas por el mar. Cuanto más hondo sea el fondo, más gente podrá entrar en él y más personas se embarcarán con esperanza de mejor vida en una de las rutas migratorias más letales del Atlántico. Muchos están pintados con colores muy vivos y fuertes. Y variados.
En Senegal, la construcción de cayucos es uno de los negocios más arraigados. Sus colores llamativos y su estructura dicen mucho de sus propietarios, de su profesión y de sus objetivos. Pescadores y migrantes comparten espacio y un futuro incierto construyendo así historias de dolor y de color.
Francisco en Indonesia y Papúa Nueva Guinea
Por otro lado, me refiero a los vivos colores de la presencia gozosa, e interpelante, del papa Francisco en su viaje a Indonesia y a Papúa Nueva Guinea que ha estado llena de una extensa gama de ritos, discursos, gestos… y colores. Como esos que formaban el Poliedro del corazón donde el Papa entró en su silla de ruedas.
Se trata de la estructura de un poliedro en la que entró el Papa en la Casa de la Juventud de Yakarta. En el interior, se guardan objetos personales, fotos, escritos, dibujos y juguetes que dejaron las personas que participaron del proyecto. Un símbolo de esperanza, unidad y capacidad para construir un futuro juntos, más allá de las diferencias y espejo de la variadísima riqueza cultural del país. Una figura que le gusta al papa para expresar sus deseos y su teología.
Esta vez era el Poliedro del corazón, donde Francisco dejó también alguna pincelada y donde escribió uno de sus sueños: un mundo más fraterno. Una oferta cultural y participada de muchos colores y matices que narra historias personales de sus autores combinando educación, arte y tecnología, y apuntando al lema nacional de Indonesia: ‘Bhinneka Tunggal Ika’ (‘Unidad en la diversidad’).
Es decir en el dolor y en el gozo se mezclan los tonos, los tintes, las gamas. Como en un arco iris. Así es también la variedad y la diversidad de los migrantes que, bien integrados, tanto aportan cultural y socialmente si no son despreciados ni expulsados por parte de aquellos que quisieran el mundo de un solo color. Es decir, un mundo… gris. Por no decir rojo dado el tinte de las tragedias de esos viajes, por ejemplo, hacia Canarias, que la actualidad trae estos días.
“A Dios le gusta el arco iris”
Variedad que enriquece que me recuerda aquello ya referido en otra ocasión. Un alumno dice muy orgulloso al presentar un dibujo con el arco iris: “Es mi clase”. Le pregunto qué quiere decir con eso, y él me lo explica: “En clase, hay compañeros de todos los colores de piel: asiáticos, árabes, africanos, malgaches. Hay alumnos a quienes parece no gustarles eso, entonces yo les digo: ¡Dios ha creado el arco iris, me imagino que le gusta’”.
El Papa se ha encontrado con budistas, musulmanes o cristianos, y otros que no son de nada. Y elogió la extraordinaria riqueza de la diversidad lingüística y cultural que es un desafío para el Espíritu Santo, quien trabaja para armonizar las diferencias. En lugar de encontrar eso molesto, el alumno lo expresa diciendo: “¡Dios ha creado el arco iris!”. ¡Pues sí, ese joven tiene mucha razón!
Es bueno preguntarse a la hora de la integración por qué no empezar por alegramos de nuestras diferencias. Admirar en el musulmán el sentido agudo de la trascendencia de Dios. Encontrar que el hinduismo y el budismo dan un enorme valor a la dimensión espiritual del hombre. Las antiguas religiones de África y de América nos han enseñado a respetar la naturaleza y sus componentes nutricios y a no comportarme como señor sin límite del universo.
Pero nosotros mismos, ¿sabemos de qué color somos? ¿Somos felices con el color que tenemos? A mí sí me gusta mi color y mi fe. Como a muchos otros y diversos. Me gusta y mi fe lo proclama, desde el silencio de un testimonio modesto, pero también desde el anuncio explicito de que Dios ha tornado forma humana. Ha nacido de una mujer y ha querido entrar en nuestra historia cultural y socialmente variada. De ahí fluye la mirada que mi fe aporta sobre todo lo que me rodea. Si Jesús ha entrado en la historia del mundo, no puede pedirme que me abstraiga como lo hacen ciertas espiritualidades y condene a los que “no son como nosotros”.
A Dios le gusta el arco iris que surge tras la lluvia y la tormenta como señal de alianza con la humanidad. Su Hijo me da una mirada nueva para todos aquellos con los que me encuentro leyendo en el rostro de los migrantes sus dolores y esperanzas, traduciendo con ellos la esperanza del Evangelio. Relación migratoria donde no hay uno que da y otro que recibe. Los dos dan y reciben.
Estoy llamado a formar un pueblo, a trabajar para la unificación de todos más allá de las barreras de razas, de culturas y de territorios. Estoy contento de que el Espíritu nos haya sido dado para salir al encuentro –también en el “cayuco “ grande y de colores que es la nave eclesial–, y abrir las puertas y reunir en un solo cuerpo tantos hombres y mujeres que pertenecen a pueblos diversos y que hablan todas las lenguas de la tierra.
El Espíritu Santo tiene el vigor del grito de los hombres, mis hermanos, y transmite la llamada desgarradora de un Crucificado dando su vida por todos. Es decir, es un Dios de colores. Como el Espíritu Santo nos enseña.