Los cristianos debemos ser constructores de paz. Nuestra manera de transparentar ese Dios que nos da la paz es ser, nosotros mismos, artesanos y posibilitadores de paz. Para ello, lo primero que debemos saber es que la violencia nunca es un camino para construir la paz. Francisco nos lo ha dicho con claridad meridiana: “Jesucristo nunca invitó a fomentar la violencia o la intolerancia. Él mismo condenaba abiertamente el uso de la fuerza para imponerse a los demás: ‘Ustedes saben que los jefes de las naciones las someten y los poderosos las dominan. Entre ustedes no debe ser así’ (Mt 20,25-26). Por otra parte, el Evangelio pide perdonar ‘setenta veces siete’ (Mt 18,22) y pone el ejemplo del servidor despiadado, que fue perdonado pero él a su vez no fue capaz de perdonar a otros (cf. Mt 18,23-35).” (‘Fratelli tutti’ 238)
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Para construir la paz hay que fomentar la amabilidad y la prudencia. “Aprended de mí que soy sencillo y humilde de corazón” (Mt 11, 29). La afabilidad, la prudencia y el buen sentido son importantes para ser constructores de paz. Solamente aquellas personas que hablan desde ahí y no desde sus propias verdades y su autorreferencia pueden construir una paz verdadera.
También es necesario desarraigar las causas de discordia. “Para edificar la paz se requiere ante todo que se desarraiguen las causas de discordia entre los hombres” (‘Gaudium et spes’ 83): Las injusticias, las excesivas desigualdades económicas, el deseo de dominio, el desprecio por las personas, la envidia, desconfianza y la soberbia son causas de conflicto, de discusión, de falta de paz. Por eso precisamos quitar estas raices que hacen que el árbol de la discusión, de la guerra, de los conflictos se mantenga firme y fructifique. Desarraigarlo intentando evitar todas las situaciones que la lo alimentan y le dan consistencia es uno de los elementos clave de la labor pacificadora de los cristianos.
Promotores del diálogo
Pero no solo tenemos que arrancar aquello que está mal, sino que debemos poner los medios para generar esas condiciones necesarias para engrandecer al árbol de la concordia, para mantener esa paz a la que aspiramos. Para lograrlo, uno de los cauces más adecuados es el diálogo. Pablo VI ya nos lo indicó con claridad en 1964: “El diálogo debe caracterizar nuestro ministerio apostólico” (‘Ecclesiam suam’ 62).
Pero no solo tenemos que dialogar, sino que nuestra vocación como cristianos debe ir más allá, tenemos que tener la iniciativa en el diálogo, ser sus promotores en la sociedad. Simplemente es imitar a Cristo que también tuvo la iniciativa del diálogo: “El diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina: El nos amó el primero (1Jn 4, 10); nos corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres el mismo diálogo, sin esperar a ser llamados” (Ecclesiam suam 66). El cristiano debería ser conocido y como un promotor y fomentador del diálogo.