Con este artículo el blog llega a su número 50. Durante un año hemos recordado a ese mismo número de hermanos y hermanas nuestras que pasaron por este mundo dejando una huella profunda, una que no se borra fácilmente porque no es la de la fama ni el poder ni el éxito, es muy diferente. Algunos ya declarados santos, otros beatos, otros que caminan hacia la gloria de los altares porque el pueblo de Dios así lo ha pedido, con ese sentido especial que tiene para distinguir la autenticidad donde ésta se encuentra.
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Espero que en estos artículos, si alguien ha tenido la paciencia de seguirlos haya podido ver que la santidad es de verdad para todos, para los unos y para los otros, de cualquier temperamento, capacidades, ideas y tendencias. No en vano es la vocación universal de los cristianos por lo que a la fuerza debe haber santos para todos los gustos. Lo que hoy quiero destacar es que, como nos muestran estos ejemplos, hay santos más fácilmente imitables y otros que no lo son tanto. Y quizás es bueno que sea así, que unos nos atraigan por lo fácil que es seguir sus huellas y otros lo hagan porque en ellos contemplamos la belleza de la gracia de Dios que actúa en sus hijos e hijas.
A esta segunda categoría atribuyo yo el testimonio que hoy os quiero presentar, aún a sabiendas que puede no ser del gusto de todos. Pero sin duda es alguien fuera de lo común se mire por donde se mire, y no por excentricidades personales sino por una intensidad de amor que no es fácil de alcanzar. Eso sí, un amor manchado del fango de las calles y de la sangre de tocar las llagas de Cristo en los más abandonados, como dice el Papa Francisco, que creo disfrutaría de conocer esta figura.
Se trata de un escolapio, por lo tanto un religioso entregado a la juventud como vocación fundamental, pero no de uno cualquiera, incluso uno que puede no ser comprendido por todos sus hermanos de religión, por la vida tan peculiar que llevó. Su orden se plantea comenzar el proceso de canonización y comienzan los primeros pasos, pero se dan cuenta que es una apuesta arriesgada. ¿De quién estamos hablando?
Alejandro García-Durán nació en Barcelona el 29 de junio de 1935, en tiempos revueltos para todo el país. Su familia era acomodada y de profundas convicciones religiosas, él asistió –como todos sus hermanos varones– al colegio de los padres escolapios de Sarriá, donde maduró la vocación a la vida religiosa y sacerdotal desde el carisma de San José de Calasanz, su compatriota. No será el único en la familia, su hermano Adolfo también se hizo escolapio y falleció hace unos años. Con 18 años, Alejandro ingresó en la orden de las Escuelas Pías, aunque no fue una decisión fácil, pensaba en ser médico hasta que vio claramente que Dios le llevaba por otros caminos. Tras el periodo de formación y de estudio, fue ordenado sacerdote el 24 de junio de 1961.
Destinado a “Las Arenas” en Tarrasa, acompañó y alentó a una comunidad parroquial en un barrio que acababa de sufrir unas fuertes inundaciones y estaba marcado por la escasez de recursos y la carencia de oportunidades. Cómo sería su labor en aquel barrio, que ahora tiene una calle dedicada a él, llamada sencillamente “Padre Alejandro”. Un religioso que vivió y trabajó con él en aquellos años, cuenta:
“En aquella época los barrios estaban dominados por comunistas y socialistas, muchos de los cuales se proclamaban ateos y anticlericales. Para ellos, Alejandro era una excepción (…) vivía en medio de ellos, como ellos y hasta sufría persecución de la policía como ellos. En una manifestación, aun llevando sotana, le golpearon fuerte”
Traslado a México
Hasta aquí la vida de un joven escolapio con fuerte sensibilidad hacia los pobres. Pero su vida iba a dar un gran vuelco inesperado cuando a finales de la década de los sesenta fue trasladado a México. Comenzó en escuelas de su orden en Txalcala, Veracruz y Puebla: director de colegio, atención parroquial, acción pastoral con alumnos, educación popular y otras actividades hasta que –como él mismo contó– un día en 1974 en la estación de Bellas Artes del metro en Ciudad de México presenció la violencia de la policía con unos muchachos callejeros. Era algo no extraño allí pero que cambió su vida para siempre:
“Un día llegué a México. Después de dar muchas vueltas, me encontré a unos chamacos en el metro que me gritaban ‘money, money’. Luego llegó un policía, tomó a uno del brazo y el niño empezó a gritar. Yo le dije al uniformado: ‘¡Oiga!, ¿qué le está haciendo?’ ‘No, si no le hago nada –me respondió–, me lo llevo así de la mano porque nada más se está drogando en el metro y chilla así para que lo suelte’. ‘Mire, sabe qué, déjelo –le dije entonces–, me lo llevo a cenar’. ‘Bueno, lléveselo’, me dijo, y entonces se vinieron cinco o seis más con él. En cuanto cenamos les dije: ‘Amigos, yo vengo el martes que viene para platicar’”.
Éste fue el comienzo de una vida nueva para el joven escolapio, que empezó con una cena el martes y le llevaría a la donación incondicional a los niños y jóvenes sin hogar:
“De tal forma que se fue convirtiendo en una costumbre de cada martes, con lo que, al cabo de un tiempo, me dijeron: ‘Oiga Padrecito, ¿por qué no nos lleva con usted?’ Y me los llevé. Esa vez fueron dos. Me los llevé con la idea de educarlos y ayudarlos. Empecé a buscarles una institución que se hiciera cargo de ellos y, como no encontré nada, me propusieron: ‘Padrecito, ¿por qué no nos quedamos con usted ya para siempre?’”.
Los llevó a una casa que había alquilado para abrir una escuela y lo único que pudo darles ese día fueron unas mantas. Así fue conociendo cada vez más niños sin hogar, y a los que empezó a tratar, hasta que decidió compartir su vida en la calle para poder ganarse su confianza y ayudarles a salir de aquella situación:
“Yo he vivido como los niños de la calle y he logrado sembrar la amistad en ellos a través de la mutua identificación. Si yo no supiera lo que significa dormir en el suelo, ni tener qué llevarse a la boca, como es la realidad de ellos, sería difícil intentar ayudarlos, porque no confiarían en mi por no pertenecer a su mundo.”
El de la cabeza pelada
Fueron los niños los que le dieron el apodo de Chinchachoma (el de la cabeza pelada). Era toda una aventura, sin dinero, ni un lugar adecuado donde acogerlos, sólo le quedaba la intuición de estar haciendo la voluntad de Dios.
Él mismo cuenta en sus obras la sorpresa de algunos ante su modo de vida. Ocurrió que en cierta ocasión se acercó a un vagabundo que le recibió con desconfianza, no creía que fuese sacerdote: “Yo creeré que eres sacerdote si dices misa en esa Iglesia”.“¿Por qué ahí?” “Porque de ahí siempre nos corren”, fue la respuesta. Y él cuenta:
“Fui, no sin antes invocar al Padre mío. Me acerqué al señor cura, le pregunté: ‘¿Podría decir misa?’ Me miró de arriba a abajo, de hito en hito. Llevaba yo varios días en la calle. Me había lavado la cara, las manos, mas la ropa, la figura toda apestosa, traslucía el baldío en el que estaba. Su mirada de asombro fue creciendo. Al final respondió: ‘Mire señor, las misas se apuntan allá’. No, dije yo, reafirmando mi posición primera. ‘Yo vengo a decir misa, soy sacerdote’.
Para aliviar la duda del señor párroco le hablé en latín, le dije en la lengua del ayer, el misterio amoroso de hoy. Después de oir mis latinas razones, de explicarle de cómo vivía en la calle con los niños callejeros, me pidió, en correcto español, por mis papeles. Le contesté, libre ya de los latines, diciendo así: ‘Si trabajo con ellos en la calle, no voy a ir todos mis papeles. No llevo. Pero mire, falta casi una hora para la misa de 11, que es la siguiente, mi superior vive en, tal lugar, (le di los datos), le puede llamar, le dice que soy un señor pelón, barbón y muy sucio. Con estas señales le dirá: ‘Sí, es él’; Todavía dudaba, me miró y me espetó la pregunta: ‘¿Y la dignidad del sacerdocio?’ Lo miré con ternura y le respondí con el Cristo mío, el Cristo del baldío, el sin nido. ‘Y la dignidad del Hijo Eterno del Padre, que baja de lo alto del cielo, se hace hombre y exclama: los pájaros tienen sus nidos, las zorras sus madrigueras, el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza’. Cuando Jesús se levantaba después de dormir en un campo de aquella tierra llena de polvo, como era Hijo de Dios, la túnica le quedaba limpia y sin una arruga. Aquí viene Jesús, tal como vivía en su tierra, usted me lo mira de arriba a abajo, y le dice: ‘no tiene…’ No me dejó terminar, me dijo: ‘Diga misa’”.
Pero objetivamente era una situación peculiar y ante esta incertidumbre sus superiores le exigieron obediencia y le hicieron regresar a España en 1975. Los escolapios se dedicaban entonces a la atención de escuelas, no a los niños de la calle.
Después de pasar unos meses en su tierra, pudo volver a México y dedicarse al trabajo con los muchachos de la calle, comenzando por pasar un año en un correccional de menores, no como capellán, sino compartiendo la vida con ellos, con permiso especial de la dirección del correccional y de sus superiores escolapios. No era un lugar agradable, era muy duro para los internos, que no eran tratados con miramientos, y allí quiso él llevar una presencia de amor que pudiese llevar esperanza a aquellos jóvenes. El conocimiento de los internos que adquirió lo llevó a desarrollar un método afectivo-psicológico que él llamaba “parir el yo de la persona”, por el que a través del afecto incondicional al niño o adolescente en situación de calle, lo hacía reflexionar acerca de su vida y situación personal para ayudarle a sacar de su interior lo mejor de sí mismos.
Chinchachoma se daba cuenta que el gran problema de todos aquellos menores era que la vida había sido tan cruel con ellos que no sabían ni siquiera amarse a sí mismos: “Se meten en pleitos imposibles, se envenenan con drogas y, si tuvieran valor para hacerlo, se arrojarían a las vías del metro. Pueden amar a los perros sarnosos, pero no logran amarse a sí mismos porque nadie se lo ha enseñado”.
Él mismo recordaba:
“Un día, me acuerdo, me acerqué en el Consejo Tutelar de Menores a los niños y les hice una encuesta. Mis encuestas son curiosas y vivenciales y, entre las preguntas, una muy importante fue ésta ‘¿A cuántos de ustedes les han escupido en la cara?’ Levantaron la mano unos 15 ó 20, un porcentaje de aproximadamente un 10 a un 15%. Estaban escupidos. Les dije: ‘A Jesús lo escupieron, y saben por qué?’ No sabían responder, uno dijo: ‘Porque nos han escupido a nosotros’. ‘Sí, así es, porque les han escupido a ustedes, porque los ama’.”
Y añadía:
“He visitado muchos y variados penales y cárceles desde el tiempo de mi seminario y, desde que conocí a mi Cristo Escupido, siempre pregunto: ‘¿A cuántos los han escupido?’, y siempre me encuentro algunos parejos a mi Cristo que también los han escupido, normalmente los pobres. Me gusta decirles, ‘te amo a ti porque te escupieron y te pareces a mi Dios, a mi Jesús Escupido’. Es bello.”
A partir de ese momento, dedicado totalmente a los muchachos de la calle y con la ayuda de seglares y algunos escolapios, su labor empezó a fructificar: en 1977 comenzó en la sacristía de la iglesia de San Jerónimo (llamada popularmente de San Jeronimito) en la Colonia Candelaria –una de las más pobres de la ciudad–el primero de los Hogares Providencia. Llegarán a ser 18 durante su vida, para menores en situación de riesgo, y Chinchchoma en 1978 obtuvo de sus superiores el permiso para vivir de modo estable en dichos hogares, siendo escolapio. Después, en 1983, bajo la orientación de Chinchachoma los escolapios fundarían los Hogares Calasanz, con una decena de casas en la Ciudad de México, Puebla, Veracruz, Tijuana y Mexicali.
Él mismo fijará los objetivos de su Fundación:
- Rescatar y apoyar a los menores infractores.
- Hacer conciencia a los menores de su realidad, en sus situaciones infrahumanas en las que han vivido.
- Asistirlos en su formación integral humana, intelectual, espiritual y moral.
Buscaba a los jóvenes en las cárceles, en las estaciones de policía, en los hospitales, se corría la voz entre ellos mismos, se les ofrecía no sólo un techo y un plato de comida, sino mucho más, un hogar.
Toda su vida fue dedicarse personalmente a los jóvenes más maltratados por la vida. La Providencia no lo abandonó y las ayudas no faltaron para su labor, en México personas de todas clases sociales ayudaron al entregado sacerdote, también muchos millonarios que, sin hacer publicidad, de modo discreto hacían llegar sus donativos. Llegó hasta a ir en persona en 1984 a las Naciones Unidas, en Nueva York, a dar la tabarra –como decía– para que atendiera mejor a las necesidades de los menores de la calle.
Entre sus “hijos” de la calle y sus colaboradores abundan las anécdotas, parecidas a las “florecillas” de San Francisco pero menos bucólicas y más de la calle, como las veces en que invitaba a comer a sus hijos a algún restaurante sin tener un peso para pagar la cuenta e, invariablemente, a la hora de pedirla el camarero le avisaba que alguien ya la había pagado; o cuando no había dinero para comer o pagar la nómina de los trabajadores de los Hogares, y de pronto llamaba un bienhechor para ofrecer un donativo.
Hablar sin tapujos
Sin embargo, no pensemos en uno almibarado y de sonrisa beatífica como a veces se presenta a los santos, no era así Chinchachoma, sino todo lo contrario. Llamaba la atención por su modo de hablar abrupto (a veces demasiado desgarrado), sin ahorrar las palabrotas, con expresiones no para oídos delicados, pero siempre por el bien de aquellos muchachos que usaban ese lenguaje. A veces tuvo que vociferar y ponerse agresivo para ahuyentar a los que merodeaban las casas de menores con fines poco honestos.
En sus escritos habla sin tapujos de prostitución, de drogas, de abuso, de tráfico, de todos los peligros de los menores de la calle. Lo hace de un modo que puede escandalizar a algunos pero que sin duda llegaba al corazón de aquellos a los que quería llevar hacia el bien. Ellos, que se sabían a salvo de los peligros de las ciudades gracias a la obra de “su Padrecito”, se fiaban de él y le seguían. Él mostró con todos un inmenso cariño de padre, especialmente con aquellos más golpeados por la vida, una acogida incondicional hacia “sus hijos” más alejados, abriendo las puertas de casa para recibirles cuando llegaran.
Miles de menores pasaron por sus hogares y muchos llegaron a ser personas de bien, profesionales que no olvidaron el ejemplo de este sacerdote que se había fijado en ellos, no se había escandalizado de sus errores, les había tratado con cariño –algo que algunos no habían conocido nunca–, les había hablado de un Dios que es amor, les había enseñado un camino de dignidad y no les había abandonado.
“Abril de 1985. En un taxi me dirijo a una de las casas. Estamos casi llegando al destino y el taxista me dice:“A usted no le voy a cobrar”. Le digo: “¿Por qué?, ¿Por qué no” Me contestó: “Yo soy del Reclusorio Norte”. Ah, me sonreí. El de la Navidad, y le afirmé: “Fue bella aquella Navidad”. Me contestó: “Sí, aquel día cambió mi vida”. Te preguntarás lector amigo, qué pasó aquella Navidad en el Reclusorio Norte. Estaban ellos y yo y un par de hermanos de esos de la pastoral penitenciaria. Era el lugar donde estaba los, vamos a llamarlos así, nuevos. Había bastantes. Les pregunté: “A cuántos de ustedes les han partido la madre?” (significa recibir una paliza brutal). La mayoría levantó las manos. Yo afirmé: “Jesús dice; a mí también”.”¿A cuántos les han escupido en la cara?” Pocos levantaron la mano. Yo añadí, “Jesús dice: a mí también”.“¿A cuántos les han insultado y les han mentado la madre?”Varios también la levantaron.”¿Cuántos de ustedes han pasado hambre?”La mayoría levantó la mano.”Jesús dice; yo también.” “¿Cuántos de ustedes tuvieron que huir del pueblo porque el cacique los buscaba para matarlos?” Unos cuantos levantaron la mano. Añadí: “Jesús dice; yo también”. “¿Cuántos de ustedes durmieron en las calles porque no tenían en dónde?” De nuevo se alzaron manos de presos. Y volví a añadir: “Jesús dice; yo también”.“¿A cuántos de ustedes los metieron en la cárcel?” Todos levantaron las manos sonriendo y cotorreando. Añadí: “Jesús dice; yo también”.”
No se piense que fue un hombre movido por la filantropía o el activismo, era –y lo dejaba siempre bien claro– un sacerdote llevado por el amor de Dios para con todos, los buenos y los malos, pero sobre todo para con los más pequeños, los más abandonados. Él mismo escribía en muchas ocasiones cual era la razón de su obrar:
“La razón. Amor. Mi Cristo es amor. Solo. Un amor ancho, profundo, amplio, inmenso, total, infinito, divino puede expresar el Cristo mío. Todo el mensaje se reviste de ternura: Cariñoso con los niños. Cómo corrían al verlo. Tierno, misericordioso con los negados al amor, con los pecadores, con las putas, con las Magdalenas, con el Pedro que niega. Tierno, delicado con el que lo vende, el que sabe llorar por su pueblo. El que siendo infinito se hace nada. Mi Cristo es amor. El alma respira la sustancia amorosa de Él en cada comunión, en cada misa. Sólo hay una razón de tanta sin razón: El amor”.
El buen sacerdote falleció en el aeropuerto de Bogotá el 8 de julio de 1999, a la edad de 64 años, antes de tomar el vuelo que lo llevaría de regreso a México, víctima de un infarto de miocardio. Su muerte se dio a conocer primero por radio, y después por televisión y medios impresos. En cuanto se supo que había fallecido en Colombia, las embajadas y los padres escolapios, se pusieron en movimiento para transportar sus restos mortales.
“Chinchachoma, el de la “cabeza pelada” murió de un golpe fuerte en el corazón”, comentaban sus muchachos al enterarse de la noticia que corrió por la casas veloz y heladora como el frío de la calle en invierno, aunque era verano; esos mismos muchachos, y algunos que lo fueron y ya eran adultos, que abarrotaron la catedral de Ciudad del México días después en su funeral. Leemos que las lágrimas eran visibles en muchos de los asistentes que despedían al sacerdote al que muchos de ellos consideraron un verdadero padre. La Iglesia diocesana lo despidió afirmando que fue fiel a su misión de “dar lo mejor de sí a los que nada tienen, en el momento de la vida que menos tienen”.
Sus restos reposan en la capilla de san Jeronimito, en la Candelaria, donde son visitados por muchos y cada mes se celebra una misa en su recuerdo. Para su biografía publicada en España en 2008 escribió el prólogo con sincero aprecio el ex-president de la Generalitat catalana, Pasqual Maragall, antiguo alumno de los escolapios, que en eso coincide –entre otras cosas– con el actual president Salvador Illa.
Fotos: Facebook Padre Chinchachoma