Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Tres jóvenes argentinos con algo de extraordinario


Compartir

Desde Argentina llegaba esta primavera la noticia que el 7 de mayo, en la catedral de Paraná, el arzobispo Juan Alberto Puiggari celebraba la apertura a la vez de tres procesos de canonización. No es común el comenzar en una misma ceremonia tres procesos de este tipo, pero quizá lo que es menos común es que se trate de tres jóvenes de los que ninguno llegó a los 25 años: Los nuevos “Siervos de Dios” (que ese el título que se recibe al comenzar el proceso) son María Cruz López fallecida con 19 años, Carlos Rodolfo Yaryez con 24 y Victor Manuel Schiavoni con 17. También es muy interesante leer que dos de ellos murieron a finales del XX y otra ya en el siglo XXI, por lo que se trata de figuras bastante recientes. Caminarán cada uno a su ritmo hacia los altares, al no ser un grupo de mártires, ni ser familia entre ellos, eran jóvenes normales, llenos de ilusiones; uno de ellos era seminarista, pero no le dio tiempo a avanzar en la formación sacerdotal antes de dejar este mundo.



Vamos a acercarnos a sus vidas, los que los conocieron dicen que eran personas normales pero con algo de extraordinario, iguales a los demás pero con algo diferente, y todos repiten una palabra cuando les recuerdan: santidad. Es eso lo que les ha llevado hasta el camino que acaban de comenzar.

María Cruz López nació en Paraná el 24 de noviembre de 1986, la primera de los cuatro hijos de Daniel López y Noemí Johnston, y fue bautizada el 14 de diciembre en la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Paraná. De carácter tranquilo, paciente y apacible, poseía una inteligencia aguda, intuitiva y capaz de comprender rápidamente las cosas.

Estudió en el instituto Nuestra Señora de Luján, donde también demostró ser una muchacha de profunda fe, gran humildad y sensible a las necesidades de los demás. Aunque no se exponía, era naturalmente vista por los demás como una figura de referencia y, así, no le fue difícil convencer a algunos de sus amigos para fundar la sección juvenil del movimiento misionero claretiano en la su parroquia, a la que se incorporó a los 14 años.

Tenía un talento natural para motivar a sus compañeras, tal vez porque veían la coherencia que existía entre su fe y su vida de cada día. De hecho, María Cruz nunca dejó de ayudar a los necesitados, llegando incluso a renunciar a sus vacaciones escolares para ayudar a algunos compañeros que se habían quedado rezagados en sus asignaturas. Con espíritu verdaderamente misionero, siendo adolescente se desplazaba a las afueras de la ciudad para llevar algo a las familias más desfavorecidas y, de paso, forjar una profunda amistad con ellas y detenerse a compartir el Evangelio con ellas.

A los 17 años, entró en el grupo juvenil de Acción Católica de la parroquia de San José Obrero, e incluso renunció a un viaje de verano para participar en la misión parroquial. En 2004 fue delegada del grupo de Aspirantes de la Comunidad El Buen Pastor, y con gran alegría iba de casa en casa para invitar a los jóvenes a participar en la iniciativa.

En el segundo semestre de 2004, empezó a tener los primeros síntomas de la enfermedad, que los médicos creyeron que era mononucleosis, pero el 30 de septiembre, tras varias investigaciones, llegó el ominoso diagnóstico: leucemia. Para la familia fue un duro golpe, pero María Cruz acogió la noticia con gran serenidad, aceptando la voluntad de Dios y ofreciendo su enfermedad sobre todo para que los alumnos de su curso, divididos y con diversos problemas de conducta, encontraran cohesión y abandonaran el mal camino.

Misionera entre los enfermos

Con el paso de las semanas su estado empeoró, le diagnosticaron una forma rara de linfoma y fue hospitalizada. Incluso allí en el hospital, no perdió su serenidad y se convirtió en misionera entre los enfermos, apoyándoles con la oración y animándoles con su sonrisa. Incluso en su sufrimiento, no rezaba para sí misma, sino que pedía al Señor bendiciones y gracias para otros enfermos.

El Señor aceptó su oración por sus compañeras y fue precisamente la enfermedad de María Cruz lo que las unió. De hecho, se inició una movilización de oración, adoración, visitas y cartas para acompañar y apoyar a la niña en este momento de gran sufrimiento. Gracias a ello, sus compañeras se fueron uniendo e incluso renunciaron a su fiesta anual para donar dinero en favor de María Cruz, cuyo tratamiento era especialmente costoso.

En 2005, tras un trasplante de médula ósea donada por su hermano Francisco, recupera la salud e inmediatamente reanuda sus estudios y sus actividades misioneras, especialmente acompañando a los niños con leucemia y a sus familias en el Hospital San Roque, para ayudarles en su difícil encuentro con la enfermedad. También se compromete con un joven, que comparte con ella esta nueva experiencia en la fe y el respeto mutuo.

Sin embargo, a finales de 2005, reaparecen algunos síntomas de la enfermedad y, en febrero siguiente, los médicos confirman la reaparición del linfoma. Ante esa noticia, María Cruz tuvo un primer momento de desánimo y lloró, algo normal en aquellas circunstancias, pero se recuperó rápidamente y, con fuerzas renovadas, retomó el tratamiento médico y, mientras tanto, se matriculó en la Facultad de Ciencias Políticas de la UCA de Paraná. Pero no pudo empezar el curso porque en abril su estado empeoró.

Vivir el presente

Ella misma dirá:

“Durante este tiempo he comprendido algunas cosas… y una quiero compartirla: veo que todo el mundo habla del futuro, pero el futuro no existe. Otros se preocupan por lo que ya ha pasado, pero el pasado no se puede cambiar, sólo se puede aprender de él. Por eso me di cuenta de una cosa para mí: lo único que importa es el presente, por eso tomé la decisión de aprovechar y vivir cada momento del presente. Lo que me toca vivir en el presente lo acepto y lo aprovecho”.

A medida que la enfermedad empeoraba, sus padres pedían que la dejaran volver a casa. Poco a poco, María Cruz fue perdiendo el uso de las piernas, luego ya no podía ni sentarse en una silla de ruedas, postrada en cama, y finalmente perdió la capacidad de hablar. Sin embargo, permaneció siempre con los ojos llenos de serenidad y su única preocupación era el dolor que sentiría su familia cuando ella ya no estuviera.

Murió a la edad de 19 años la noche del 2 de junio de 2006 en brazos de su madre, que le decía: “Hija, mi amor, si ves a Jesús, corre hacia Él”. Sus padres pidieron que no se gastara dinero en flores, sino que se donaran para ayudar a niños enfermos de leucemia. Se celebró un sencillo funeral en el cementerio Parque de la Paz, eso sí, lleno de gente: compañeros, amigos, gente de la parroquia, enfermos con los que había compartido sus últimos meses, todos quisieron despedirse de ella.

Carlos Rodolfo Yaryez, Victor Manuel Schiavoni y María Cruz López. Tres jóvenes argentinos en

Carlos Rodolfo Yaryez había nacido en Trabossi el 29 de marzo de 1966, pero su familia se mudó a Paraná cuando él tenía 4 años. Muchacho inteligente, desde temprana edad obtuvo buenos resultados en sus estudios primarios. Mientras tanto, participaba activamente en la vida de la parroquia Don Bosco y se preparaba para recibir la primera comunión, en 1975, y la confirmación, en 1977.

Cursó la enseñanza secundaria en la Escuela de Educación Técnica nº 3, donde se distinguió por su participación activa en la vida escolar y deportiva, fue acompañante y abanderado, y jugó en los equipos de baloncesto y voleibol. Aquí también comenzó a estudiar la Doctrina Social de la Iglesia con un grupo de jóvenes, para tratar de comprender cómo la experiencia cristiana también puede encarnar el compromiso en la sociedad.

En la catedral de Paraná ingresó en la Acción Católica, allí se le recuerda por su dedicación y vida apostólica, llegando a ser presidente del centro juvenil parroquial y vicepresidente del consejo juvenil diocesano de la Acción Católica. Al terminar el bachillerato, ingresó a la Universidad Tecnológica Nacional, a la que asistió hasta el cuarto año. Se dedicó con gran amor a sus estudios, así como al deporte, pero no descuidó crear una densa red de amistades sinceras, alimentadas por su intensa y viva amistad con Jesús.

El noviazgo como camino de santidad

A medida que crecía en edad, Carlos mostraba su intención de dedicarse al estudio con la intención de ser de ayuda a los demás, a su pueblo, y crecía en la vida de oración, con el rezo diario del Santo Rosario y frecuentes visitas al Santísimo Sacramento. Era un muchacho alegre y festivo, pero también sabía ser serio cuando era necesario. Sus amigos le describían con un simple adjetivo: era bueno con todos, y siempre tenía una sonrisa para los que se le acercaban. El amor a Jesús no podía dejar de convertirse en amor al prójimo, y así en el corazón de Carlos ardía una profunda caridad y sabía dar a cada uno lo que necesitaba: una ayuda en el colegio, una limosna, una caricia.

En la Acción Católica conoció a una chica, Sandra, con la que se comprometió. Fue una experiencia de crecimiento en la fe para ambos pues desde el principio se plantearon el noviazgo como un camino de santidad. Él sin duda se lo tomó en serio: a su prometida Carlos le preguntaba a menudo en sus cartas “¿Cómo va tu camino de santidad?” –todavía no habían llegado los tiempos del correo electrónico ni las redes sociales– y la animaba a perseverar en la fe, buscando el camino del Señor en su propia vida. Llevó a cabo un intenso apostolado misionero entre sus coetáneos, rezaba por ellos y a menudo les invitaba a rezar juntos para obtener del Señor la gracia de la santidad.

A los 22 años cayó enfermo, las pruebas diagnósticas no fueron positivas, se trataba de un linfoma altamente maligno, cuya única salida eran intensas sesiones de quimioterapia. Carlos se enteró de la noticia mientras rezaba y aceptó la voluntad del Señor no para sí mismo, sino para sus seres queridos. Llamó a su novia y le explicó que, debido a la quimioterapia, lo más probable era que no pudiera tener hijos y, por tanto, entendía que ella, que en cambio soñaba con ser madre, decidiera dejarle. Pero ella no le dejó y juntos empezaron a soñar con una vida como padres, si no biológicos, al menos adoptivos, porque tenían mucho amor que dar.

El deseo de llegar al cielo

Carlos aceptó su enfermedad ofreciéndola al Señor y a quienes le preguntaban por qué Dios permitía algo así a un muchacho tan entregado, él respondía que lo que parecía un castigo podía convertirse, si se ofrecía al Señor, en una gran obra de caridad a favor de tantos que, gracias a ese sacrificio, se salvarían. Incluso durante sus largas estancias en el hospital, no parecía pensar en sí mismo y en sus sufrimientos, no quiso un trato privilegiado y, por el contrario, se ocupó de aquellos enfermos que estaban solos y abandonados, ayudándoles en sus necesidades cotidianas y pasando tiempo con ellos.

Tras dos años de cuidados y sufrimientos, su estado empeoró en octubre de 1990, fuertes fiebres le asaltaban y sus padres luchaban por bajarlas. Finalmente fue postrado en cama con oxígeno, apenas podía respirar, pero todos los días rezaba y consolaba a todos.

El 30 de octubre pidió quedarse a solas con Sandra, empezaron a rezar, después de la señal de la Cruz, Carlos se quitó la máscara de oxígeno, y con voz cansada dijo: “Señor, perdónanos, queremos decirte que abrazamos la cruz con fe hasta el final”. Cuando terminó la oración, se bendijeron mutuamente. Carlos murió aquel día. Su ejemplo quedó grabado en el corazón de todos los que le conocieron, y su fama de santidad se extendió rápidamente por toda la ciudad y fuera de ella.

Su novia Sandra se casó y es hoy madre de dos hijos, colabora con la postulación de la causa de canonización de Carlos. “Su locura era la santidad –recuerda– pero no esos santos de libro, sino que él ansiaba el deseo de llegar al cielo. Y ese mismo deseo lo transmitía, y procuraba que sus amigos también tuvieran esas mismas ansias. Cada cosa diaria la vivía de una forma extraordinaria, tomado de la mano de Dios”.

Diario personal

Por fin, el jovencísimo Víctor Manuel Schiavoni, nacido en la ciudad de Lucas González, en la provincia argentina de Entre Ríos, el 24 de noviembre de 1977. Hijo de Víctor Alberto y Ramona, era el primero de cinco hermanos de una familia humilde que vivía del trabajo de su padre, que trabajaba de albañil. Desde muy pequeño mostró una inclinación clara hacia las cosas de Dios, pronto fue monaguillo y participaba en las actividades parroquiales. En su diario personal, que se descubrió solamente después de su muerte, Víctor escribió: “Entre los primeros libros que leí se halla ‘Memorias de la Hermana Lucía’ que me marcó mucho y me hizo descubrir el secreto del dolor con el tiempo”.

Cursó sus estudios primarios en el Colegio Castro Barrios San José de las Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas con buenos resultados y con 14 años, sintiendo la llamada de la vocación sacerdotal, guiado por su párroco, ingresó en el Seminario Menor de Paraná en 1991. Durante los tres años que pasó en el seminario maduró profundamente tanto en los estudios como en la espiritualidad. A pesar de su corta edad, demostró gran sabiduría, capaz de trabajar sobre sus propios defectos, al fin y al cabo era un adolescente. Le pillaron un día que en su diario escribía poesías románticas y le dijeron que no era propio de un seminarista, el reaccionó rompiendo las páginas del diario en la que aparecían las poesías, por eso tras la muerte cuando encontraron el diario faltaban esas páginas. Aunque le costase, Víctor siguió las instrucciones de sus formadores pues quería vivir de acuerdo con la vocación que sentía, desde la sencillez en el modo de vivir hasta la más difícil virtud del perdón, que aprendió a ofrecer ante los agravios.

Lo extraordinario de este joven seminarista no se ocultaba a sus allegados, y los mismos superiores estaban fuertemente convencidos de ello. Víctor también era muy devoto de la Virgen María y fue precisamente durante una visita a la Virgen de Luján cuando aparecieron los primeros síntomas de la enfermedad, el 8 de mayo de 1995. Al principio no les prestó atención, pensando que era algo pasajero, pero como los dolores persistían, le convencieron para que se hiciera pruebas que, sin embargo, al principio no dieron ningún resultado.

Un enfermo sin quejas

Por fin le diagnosticaron leucemia y comenzó para él un lento calvario, compuesto por frecuentes ingresos en el Hospital San Martín para sesiones de radio y quimioterapia y transfusiones de sangre. Su historia se hizo pública y muchos fieles de las parroquias de las parroquias de Paraná donaron sangre para las transfusiones que necesitaba.

Víctor soportó la enfermedad sin que se recuerden quejas de su boca, incluso cuando volvía de las sesiones de radio y no podía ni tenerse en pie, permanecía sereno. A menudo, como recordaban las enfermeras, sangraba por la nariz, para lo que había que introducirle algodón en las fosas nasales, y cuando luego se lo retiraban, con sangre congelada, sentía dolor pero no decía nada, respondía con una sonrisa. Incluso cuando la enfermedad se agravó, siguió viviendo aquel sufrimiento con una paciencia fuera de lo común, infundiendo paz a los que le rodeaban, despertando con ello la admiración de los médicos y del personal que le trataba.

Murió el 7 de septiembre de 1995; su enfermedad, que había comenzado un día dedicado a la Virgen María, terminó la víspera de la Natividad de María. Llevado de vuelta a su ciudad natal, tras el solemne funeral, fue enterrado en el cementerio local, donde su tumba es visitada a menudo por la gente, que confía al joven sus oraciones.

Víctor era un joven que no hizo nada extraordinario, nada que hiciera pensar en un santo, como a menudo se concibe popularmente. Quería ser sacerdote y no lo consiguió, pero en su corta vida, hecha de cosas ordinarias, Víctor demostró que se había conformado a Cristo, no sólo con buenas intenciones sino efectivamente, acogiendo la cruz –pesada, sin duda– que se le presentaba y siguiendo gustosamente al Maestro.

Tres jóvenes muy diferentes entre ellos pero con ideal común, cada uno a su manera, el de la plenitud. No se resignaron a una vida mediocre ni como la de todos los demás. Leyendo su testimonio me venía a la cabeza aquellas palabras de otro joven sin duda no mediocre, Carlo Acutis, que repetía con frecuencia lo que había leído y le había impresionado fuertemente: “Todos nacemos únicos pero algunos se convierten en fotocopias”.