Puede surgir de repente, de golpe. Al principio predomina la incredulidad: “Esto no puede estar ocurriendo, no puede ser verdad, no puede pasarme a mí”. Tal vez sea la pérdida de la persona querida, de aquella con quien pensaste que ibas a tener hijos, a formar una familia, a envejecer. Con la que ya habías capeado temporales, sobrellevado malos tragos y peores momentos, recorrido un largo trecho.
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Hay que recurrir a todos los recursos que uno posee, y a algunos que ignoraba. En último término, en medio de un mar de lágrimas, pensar que acompañamos al crucificado, que, en el sufrimiento, le hacemos compañía. Y con Él, a todos los crucificados de este mundo, de los que podemos sentirnos cercanos y solidarios.
No caer en la desesperación
Se hace necesario recurrir al apoyo y soporte de toda la gente que nos quiere, buscar su cercanía, su abrazo. Seguir caminando hacia delante apoyados en sus hombros, ahora que las fuerzas propias flaquean. No debe sucumbirse a la desesperación, ni ceder terreno a la ira o al odio, ni acudir al recurso fácil y falso del reproche y el cinismo.
El sufrimiento en fe no duele menos ni las lágrimas son menos amargas, pero deja un resquicio a la esperanza en una resurrección venidera, aunque ignoremos todo sobre ella y no llene los vacíos ni acalle los silencios. Cerramos los ojos al tiempo que Job: “Dios dio, Dios quitó, alabado sea el nombre de Dios”. Y es que, “si aceptamos de Dios los bienes, ¿no aceptaremos también los males?”.
Solos en nuestro interior
Una vez ya solos, debemos mirar a nuestro interior, desde donde Dios nos habla, y buscar ahí el sentido para proseguir, aunque sea en soledad. En compañía de otros que nos quieren, pero solos en nuestro interior. Porque la tarea de proseguimiento del crucificado/resucitado sigue, y otros nos necesitan. Hay que enjugarse las lágrimas, musitar una oración y levantarse un día más.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos, en todo nuestro mundo.