Respirar el campo para alejarme de mis propios pensamientos era recuperar la vida. Un aire suave de principios de marzo aliviaba desde el amanecer las áureas y añosas piedras de mi amada ciudad. Ahíto de latines y la cabeza ardiente de disquisiciones teológicas, había escapado de los estudios a la campiña salmantina para estirar las piernas, hacer algo de ejercicio y gozar de la naturaleza a orillas del Tormes, como tantas veces me había aconsejado mi querido y sabio maestro.
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Me dejé caer como un fardo a la sombra de un viejo roble, cerré los ojos, abandoné el alma al rumor del río y una música acunaba a mi niño interior al mismo tiempo que me despertaba a otra dimensión, la del no tiempo, ese rincón íntimo donde a veces conseguía hundirme en la misteriosa paz que nos habita.
Casi iba apoderándose de mí Morfeo cuando un grito me sobresaltó. De lejos, sudoroso y a todo correr se acercaba Salvador, mi amigo de infancia y compañero de estudios, con estentóreos gritos:
–¡Rubén! ¡Rubén!
–¿Qué te pasa? ¿Qué sucede?
¡Me tienes en ascuas!
Se detuvo exhausto, enrojecido de la carrera, los ojos desorbitados:
–¡Ay, Rubén, te he buscado como loco en la Universidad, en tu casa, por todas partes! Tu madre me ha dicho que sueles escaparte por aquí.
–¿Qué te inquieta? ¿Qué te trae, amigo? Cuéntame.
¡Venga, hombre! ¡Me tienes en ascuas!
¡Se han llevado al maestro León!
–Espera, que voy sin resuello –respiró doblado sobre sí mismo–. ¿No te lo imaginas? Lo que nos temíamos finalmente ha ocurrido. ¡Se han llevado al maestro León!
¡Ya está en las cárceles de la Inquisición! ¡Qué horror! ¡Qué enorme injusticia!
Era y sería siempre una fecha inolvidable: el 26 de marzo de 1572, el día más aciago en la vida de nuestro admirado y gran amigo, el lingüista, teólogo y poeta fray Luis de León.
–Pero toma asiento y venga, bebe agua, Salvador, que te vas a desmayar.
El maestro Grajal
Se secó el sudor de la frente y tragó de mi botella casi sin respirar.
–Ya sabes: fray Luis lo veía venir desde hace tiempo, pero sobre todo los sucesos, que se han precipitado cuando el pasado 1 de marzo la Inquisición detuvo al maestro Grajal. Esa misma noche me confesó: “Siento que un abismo se abre bajo mis pies, Salvador. ¡Sé que de un momento a otro va a ocurrir lo inevitable! ¡Dios me proteja!”. Te aseguro que nunca le había visto tan nervioso, pálido y desasosegado.
La Vulgata
–Lo sabía –asentí–. No se podía esperar otra cosa. Pero teníamos un rayo de esperanza; ¿recuerdas? Entonces se apresuró a presentar al inquisidor Diego González un extracto de sus explicaciones sobre uno de los temas que siempre le han complicado la vida: la famosa discusión sobre la Biblia latina, la Vulgata.
–¡Claro! –añadió Salvador–. Y también nos contó que había escrito otra carta urgente a fray Hernando de Peralta a fin de que consiguiera la firma de su amigo don Pedro Guerrero, el arzobispo de Granada, con el fin de que este aprobara la doctrina que había defendido en sus clases.
Guerrero tiene miedo
–Y ¿su amigo no respondió? –pregunté.
–¡Qué va! ¡Ni de broma! Ni siquiera se atrevió a firmar.
¿Cómo iba a hacerlo? Ten en cuenta que Guerrero tiene miedo. Y lo comprendo.
–¿Por qué? ¿Todo un señor arzobispo, miedo? ¡Venga, hombre!
–Claro que sí. ¿Se te ha olvidado que el inquisidor Valdés montó en cólera cuando firmó a favor del famoso catecismo de Carranza?
Bartolomé Carranza
Nombrar al arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, en aquellos años de nuestra juventud era tanto como mentar la bicha. De él se venía hablando desde 1559. La noche del 2 de agosto los alguaciles del Santo Oficio lo detuvieron en Torrelaguna. Prestigioso intelectual que había intervenido en los asuntos más espinosos del reino, salía así de su casa preso y conducido no en litera o a caballo, sino a lomos de una pobre mula, bajo una ominosa custodia que lo flanqueaba a ambos lados.
Triste comitiva
Cuarenta hombres a caballo y veinte con varas, además de otros curiosos, completaban aquella triste comitiva. “Caso raro y que admira –escribiría el cronista– ver un tan gran prelado, que no hay otra mayor dignidad ni aun como ella en España, reducido a esta deplorable miseria, o por su poca ventura, o por envidia ciega de sus enemigos, de quien él harto se quejaba”. Así acabó encarcelado el confesor y consejero de Felipe II.
Toda su herejía
¿La culpa? Hablar de misericordia en un sermón en Valladolid, atreverse a insistir en esta virtud de la confianza en Dios en el lecho de muerte del mismísimo emperador Carlos V, y, además, la publicación de su catecismo, donde ni los más preclaros teólogos han podido encontrar asomo alguno de herejía. Carranza se había atrevido a exhortar a la confianza al emperador en su lecho de muerte de Yuste: “Señor, vuestra majestad tenga toda la esperanza en la pasión de Cristo Nuestro Redentor, que todo lo demás es burla”. Esa era toda su herejía. (…)