En nuestras calles y plazas, incluso en las puertas de nuestros templos, cada día nos cruzamos con alguna persona que nos pide limosna. Puede que ese encuentro se produzca en los mismos lugares y aproximadamente a la misma hora. Rizando el rizo, demostrando nuestra falta de libertad y sensibilidad humana –no digamos cristiana–, es posible que hayamos decidido, por ejemplo, que por esa calle y a la hora de entrar en la cafetería habitual donde rompemos el ayuno matutino es mejor no pasar, porque así evitaremos encontrarnos con esa alma “abandonada” por Dios y la fortuna de los hombres; y así, nos libraremos de pasar por el trance de negar unas monedas a la mano ajada, arrugada y sucia que nos pide una ayuda “supuestamente” para comer.
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Sí, los pobres están a nuestro lado, pero no nos atrevemos a mirarlos a la “cara”, de tal modo que no les ponemos “cara” y mucho menos “rostro”. Con tal despiste consentido vamos evitando que surja en nosotros la pregunta ética por la posibilidad de hacer el bien en beneficio de ese semejante desconocido (E. Levinas).
Sin embargo, hace unos dos mil años, un maestro judío radical y marginal profetizó que a los pobres siempre los íbamos a tener a nuestro lado. Por otra parte, y curiosamente, dicho rabino pedía para su persona un discipulado de entrega total (Mt 8, 18-22) y anunciaba que en un futuro él no estaría entre sus seguidores para recibir atención por parte de ellos (Mc 14, 7). Pero como señalaba el teólogo Henri de Lubac, el catolicismo, en cuanto movimiento discipular de aquel maestro que es Jesús y al que reconocemos como nuestro salvador, mantiene una serie de paradojas insuperables, entre ellas aquella en la que confesamos que, a pesar de su aparente ausencia, Jesús sigue presente sacramentalmente en su Iglesia, en las acciones de ella, especialmente en el sacramento de las Eucaristía y, también, en los pobres de este mundo.
San Pablo VI lo afirmó con toda claridad en la homilía que pronunció en la Misa con los campesinos colombianos: los pobres son sacramento de Cristo, presencia sacramental que, obviamente, es salvación; todo lo cual, el mismo Jesucristo confirmó en el protocolo de la misericordia del capítulo 25 de san Mateo, ya que cuando hacemos el bien a uno de estos sus pobres y pequeños con Él mismo lo hacemos.
Jornada de los Pobres
Celebramos de la mano del papa Francisco la VIII Jornada Mundial de los Pobres a mediados de este mes de noviembre. Este año el Papa quiere que reflexionemos sobre la afirmación del libro del Eclesiástico en la cual se nos dice que “la oración del pobre sube hasta Dios” (Eclo 21, 5). A la luz de esta palabra inspirada, el pobre se hace presente como un verdadero mediador, sacramento eficaz para que seamos justificados de nuestras miserias y pecados. No en vano, esto último era la doctrina de los Padres de la Iglesia, como san Clemente de Alejandría, que se preguntaba ¿quién es el rico que puede salvarse?
La respuesta era fácil, aquel que teniendo misericordia con el pobre queda, al mismo tiempo, agradecido al pobre, porque este le ha permitido abrirse a la salvación y no quedarse amarrado a las riquezas materiales de este mundo. Termino con un par de invitaciones: si de verdad creemos en las palabras de Jesús –el que siendo de condición divina se hizo pobre para endiosarnos– “reflexionemos sobre esta Palabra y ‘leámosla’ en los rostros y en las historias de los pobres que encontramos en nuestras jornadas, de modo que la oración sea camino para entrar en comunión con ellos y compartir su sufrimiento” (Mensaje del papa Francisco, 2024), sintiéndonos también pobres y necesitados de las riquezas de Dios y de los dones que todos los hombres que encontramos en nuestra vida nos regalan si somos capaces de mirar con ojos de pobre.