La categoría ‘guerra cultural’ deriva de la genocida doctrina de Joseph Goebbels que concibió la cultura como “arma espiritual para la guerra”. Hay pocos conceptos tan perjudiciales en la actualidad para la paz social. Divide maniqueamente, insta a la agresividad, convierte al otro en enemigo, viola la complejidad obligando a escoger bando, demoniza a las posiciones intermedias, busca la aniquilación, humillación y derrota del otro. Incluso en el supuesto de un uso meramente metafórico, crea una disposición y clima injusto, belicoso, extremo y simplificador.
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Aceptar ese lenguaje es internarse en la política del odio, es poner más divisiones en la sociedad, es volver a pintar un mundo de blanco y negro. En el pasado su aplicación ha sido catastrófica y su uso está amenazando el futuro de una sociedad que sea cada vez más profunda. La guerra cultural crea artificialmente dos sociedades y siempre es del orden de la guerra civil.
Quien emplea ese lenguaje critica que se ha impuesto una cultura sobre el conjunto e la población. Una vía puede ser que sea suscrita por la mayoría de la sociedad y se reprime a las minorías para que puedan expresarse. Otra vía para establecer una cultura homogénea se implementa por el dominio de medios de comunicación, universidades, elites y los valores y las creencias que filtran las políticas gubernamentales. Se afirma que hay una elite intelectual, económica, funcionarial y política que han impuesto una cultura que no se corresponde con la que mayoritariamente corresponde al sentido común. Además, esa cultura dominante silencia a las subculturas alternativas mediante la cancelación y la represión de expresiones que hieren una sensibilidad que se ha hecho demasiado susceptible ―’woke’―. En conclusión, consideran que existe una tiranía cultural ante la que es necesario instrumentar estrategias de poder.
Pero la hipersusceptibilidad y las tácticas de cancelación no son privativas de un extremo, sino que son características de todos los extremos. Todos los fundamentalismos son ‘wokes’, porque siempre son superficiales. Su violencia, pretensión de radicalismo, sobreactuación e histrionismo, son signos de su frivolización y falseamiento de la realidad y la dignidad humana.
En realidad, el ánimo de guerra cultural es una gran derrota de la cultura del encuentro y el espíritu del diálogo. Y precisamente emplear la cultura, el arte y las religiones como herramientas para una guerra civil, usarlas como “armas espirituales para la guerra”, es un camino de error y horror ya recorrido que ha apelado a lo peor del ser humano y ha llevado al mundo a la peor destrucción. Quien habla de guerra cultural es un fracasado del diálogo, la cooperación y el encuentro; es una posición arrogante y que se envuelve en la lógica autoritaria.
El amor por la sabiduría
Las políticas culturales que impongan creencias y valores a los demás acabarán provocando reacciones inversas que ahondarán la corrosión del espíritu humano. La vía para cambiar las culturas es cultural. La vía para reformar las religiones es religiosa. La única vía pública que crea culturas sostenibles y aúna en un sentido común son aquellas que elevan el sentido de discernimiento público, crean una sociedad civil constructiva, llevan a las afiliaciones y conversaciones cruzadas entre todo tipo de gente, y descubren que la única verdadera identidad de toda nación es la fraternidad universal, la libertad, el amor por la sabiduría. Cualquier planteamiento de guerra cultural nace derrotado, es la historia de un fracaso y siempre provoca un mal todavía mayor.