José Francisco Gómez Hinojosa, vicario general de la Arquidiócesis de Monterrey (México)
Vicario General de la Arquidiócesis de Monterrey (México)

No a la cultura de la muerte


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El nuevo Consejo de Presidencia de los obispos mexicanos acaba de manifestar su tribulación por lo que han llamado la “cultura de la muerte”, que impera en el país azteca: “Nos preocupan profundamente nuestras comunidades afectadas por la ‘cultura de la muerte’, que se manifiesta en la violencia, la impunidad, el crimen organizado, la crisis en diversas instituciones, la pobreza y el deterioro ambiental de nuestra Casa Común”.



Pero, recordemos que por “cultura” no podemos entender el refinamiento intelectual ni el acopio monumental de datos. Una persona “culta” no es aquella que habla varios idiomas, que ha viajado por muchos países, que tiene varios títulos de postgrado, que conoce las principales obras de la música llamada clásica o que puede dar santo y seña de las obras y los autores en una exposición de pintura.

No. La cultura es el conjunto organizado de maneras más o menos formales de pensar, de sentir, de obrar y de plantarse frente al mundo, que asumidas dentro de un proceso de reflexión y autoanálisis por un grupo de personas, ayudan de un modo objetivo, pero también con una específica producción simbólica, en la constitución de estas personas en una colectividad particular.

Todos los seres humanos somos “cultos”, en cuanto tenemos costumbres, tradiciones y planteamientos determinados frente a lo que sucede. Igualmente las comunidades.

violencia en Guerrero - transportistas

Foto: EFE

De manera que una manifestación nítida de la cultura de la muerte es la normalización de aquellos factores que la producen, con las expresiones folklóricas que la representan. Los narcocorridos son un ejemplo notable: justifican con pegajosas sonoridades lo que deberíamos desprender de nuestras tácitas aprobaciones.

Y algo que sostiene esta cultura, ya anclada en nuestras certezas asumidas, es la aceptación de la ley de oferta y demanda como la que rige nuestras relaciones no solo económicas, sino humanas. Quien se atreve a cuestionarla como criterio último es un trasnochado o, en el mejor de los casos, ingenuo.

Aceptamos sin chistar, porque “se lo merece” gracias a su actividad profesional, que un jugador de beisbol o de básquetbol norteamericano gane 60 millones de dólares por temporada, y vemos como normal que un boxeador de 58 años haya devengado 20 millones por una reciente pelea. Tampoco sorprende que el palco MVP Owner’s Experience, en el estadio de los Vaqueros de Dallas -en donde se llevó a cabo el evento-, haya costado dos millones.

Más imperceptible, pero igualmente mortal, me parece esta mentalidad que justifica desigualdades y derroches, lujos indecentes, “realmente escandalosos”, como los que pidió Richard Gere para Julia Roberts en ‘Mujer bonita’.

Zygmunt Bauman, autor de la ‘Modernidad líquida’, afirmó que en la época actual las estructuras y los valores sólidos se diluyen, y todo es frágil y difuso. La cultura de la muerte, por el contrario, parece fortalecerse. No hay que dejarla instalarse en nuestras vidas.

Pro-vocación

Y para redondear el tema, van dos textos del papa Francisco. El primero del ya lejano 2013, afirma: “Así como el mandamiento de ‘no matar’ pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir ‘no a una economía de la exclusión y la inequidad’. Esa economía mata” (Evangelii Gaudium #53). El segundo, de la Fratelli Tutti, publicada en el más reciente 2020: “El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal”. (#168).