La fatídica DANA –o gota fría– de Valencia del 29 de octubre ha proporcionado –y lo sigue haciendo– multitud de imágenes: unas, terroríficas; otras, llenas de solidaridad o incluso de ternura. Una de estas últimas tuvo como protagonista a un hombre que se encontraba en un almacén. Aunque el agua subía con rapidez, el hombre no quería moverse de donde estaba, con la seguridad que le proporcionaba estar agarrado a una estantería. Pero, de repente, llega un momento en que se le ve dirigirse a duras penas hacia el portón por el que el agua está entrando a raudales. Y entonces ocurre algo inaudito, unas imágenes conmovedoras, probablemente fruto de la desesperación: el hombre se dirige hacia las aguas diciéndoles algo apenas audible, pero siendo muy elocuente con los gestos de sus manos: ¡estaba pidiendo al agua que se tranquilizara!
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La escena recuerda inmediatamente uno de los milagros de Jesús que se cuenta en el Nuevo Testamento. Así lo cuenta Mateo: “Subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. En esto se produjo una tempestad tan fuerte que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: ‘¡Señor, sálvanos, que perecemos!’ Él les dice: ‘¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?’ Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma” (Mt 8,23-26).
Marcos retrata con algún detalle la escena, incorporando también las palabras que pronuncia Jesús: “Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: ‘Maestro, ¿no te importa que perezcamos?’ Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: ‘¡Silencio, enmudece!’ El viento cesó y vino una gran calma” (Mc 4,37-39).
Lucas, por su parte, no habla de “tempestad”, sino de “torbellino”: “Mientras iban navegando, se quedó dormido. E irrumpió sobre el lago un torbellino de viento, se hundían y estaban en peligro. Entonces se acercan a él y le despiertan diciendo: ‘Maestro, Maestro, ¡que perecemos!’ Y él, despertándose, conminó al viento y al oleaje del agua, que se apaciguaron, y sobrevino la calma” (Lc 8,23-24).
Señor de los elementos naturales
En todos los casos, Jesús se dirige al viento y al agua como si fueran elementos con vida propia. Esto corresponde a la mentalidad antigua, según la cual esos elementos llenaban el mundo, aunque estaban sujetos a fuerzas superiores a ellos. Más allá de la historicidad de lo narrado, Jesús es presentado como Señor de los elementos naturales, como lo era Dios en el Antiguo Testamento. Un modo gráfico –y algo ingenuo, hay que reconocerlo– de confesar el señorío –la divinidad– de Jesucristo.