Ya lo decía el santo chileno san Alberto Hurtado: una espiritualidad sana da a los métodos espirituales su importancia relativa, pero no la exagerada que algunos le atribuyen. Una espiritualidad sana es la que se acomoda a las individualidades y respeta las personalidades. Se adapta a los temperamentos, educaciones, culturas, experiencias, medios, estados, circunstancias, generosidades… Toma a cada uno como él es, en plena vida humana, en plena tentación, en pleno trabajo, en pleno deber. El Espíritu que sopla siempre, sin que se sepa de dónde viene ni a donde va (Sn Jn 3, 8), se sirve de cada uno para sus fines divinos, pero respetando el desarrollo personal en la construcción de la gran obra colectiva que es la Iglesia.
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Esta sabiduría sin embargo, no siempre es fácil de comunicar ni menos encarnar, en especial en tiempos donde, en todo ámbito, se han polarizado las posturas y muchas personas se han atrincherado en posturas religiosas, políticas, morales, de comportamiento, ideológicas y sociales premoldeadas que le dan seguridad frente a la incertidumbre actual, pero pierden su identidad y libertad.
Ultraconservadores y ultraliberales
En el ámbito de la fe están, por un lado, aquellos ultraconservadores que han retomado discursos amparados en el terror, en el pecado, en la norma y en la tradición, entre otras cosas, como gran bandera de lucha, atrayendo a quienes anhelan control. Por otra parte, están aquellos ultraliberales que quieren rehacerlo todo desde cero, promueven la autenticidad y la libertad individual como su escudo de guerra. Sin embargo, ni tanto ni tan poco. Una espiritualidad sana es algo mucho más complejo y lleno de matices a considerar.
Somos seres relacionales, vinculados con los lugares, cosas, ideas y personas, y juntos, a lo largo del tiempo, nos asemejamos a un río sin principio ni final. En nuestras aguas van corrientes muy antiguas que debemos conocer, respetar y cuidar, y también se suman fuentes nuevas que hay que integrar y purificar. El mismo Espíritu Santo es quien habita e insufla cada arroyo humano y le dona su singularidad y, por lo mismo, la mayor sabiduría de la existencia será complementarse con el resto con los que nos toca peregrinar. Ninguna corriente en el río de la vida puede adueñarse del caudal. Todas conforman en mayor o menor medida, la presencia de Dios vivo y, al menos, merecen el respeto de ser conocidas y comunicadas para ver cuánta pureza poseen y qué se debe desechar.
Un río revuelto
Es de ese río revuelto, a veces turbio y caudaloso de la fe a través de todos los tiempos y las diversas culturas, cada uno de nosotros debe beber para nutrir su propia experiencia de Dios y poder compartirla con los demás. Debemos conservar la tradición que reúne a las comunidades e integrar la novedad que le hace sentido a las personas y les alivia en su caminar. Hay que conocer las normas y los pecados que nos alejan de los vínculos con nosotros mismos, Dios, la naturaleza y los demás, y hay que autoconocernos y formarnos seriamente para discernir con autonomía, conciencia y libertad el mayor bien posible en cada encrucijada. Hay que nutrirse de los santos/as y teólogos/as del pasado, sus libros, sus posturas y modos de vida porque proveen de su experiencia en espiritualidad y hay que reconocer a los más pequeños del Reino actual como poseedores del corazón de Dios y su anhelo para la humanidad.
Para construir una espiritualidad sana, entonces debemos salir de la zona de confort donde nos podamos encontrar y sumar muchos más rostros y vivencias diversas a la nuestra. Habrá que conocer diferentes carismas, peregrinar por diferentes sitios (tanto física como digitalmente), leer posturas diferentes, informarse de las orientaciones papales y estar ávido de crecer en humanidad.
El aporte de cada uno
Solo así podremos reconocer y valorar el aporte de cada uno y discernir cómo se ajusta a mi pequeña historia, carisma, misión y personalidad. Solo así podremos sumar con nuestra originalidad al soplo misterioso y eterno de Espíritu. Cualquier otro camino en la fe nos puede llevar fácilmente a ser volubles al abuso, a la manipulación de conciencia, a la soberbia, a la división, a la uniformidad, a la violencia y, finalmente, a la destrucción y muerte de la vida con toda su maravillosa diversidad y complejidad.
Tratemos como Iglesia, hoy más que nunca, que hay hambre de amor y sed de justicia y paz, ser encarnaciones vivas del cenáculo y no de la Torre de Babel.