La celebración del Sínodo 2024 nos invita a reflexionar acerca de la sinodalidad como una dimensión constitutiva de la Iglesia. Es una palabra antigua de la Tradición, cuyo significado se asocia con los contenidos más profundos de la Revelación. Está compuesta por la preposición σύν, y el sustantivo ὁδός, indica el camino que recorren juntos los miembros del Pueblo de Dios. Hace referencia a Jesús que se presenta a sí mismo como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), y al hecho de que sus seguidores eran llamados «los discípulos del camino» (cfr. Hch 9,2; 19,9.23; 22,4; 24,14.22).
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Ignacio de Antioquía describe la conciencia sinodal de las diversas Iglesias locales, que se reconocen como expresiones de la única Iglesia. En la carta a la comunidad de Éfeso afirma que todos sus miembros son “sinodoi”, compañeros de viaje, en virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con Cristo.
Según la eclesiología del Vaticano II, indica la específica forma de vivir y obrar de la Iglesia Pueblo de Dios que manifiesta su ser comunión en el caminar juntos, en el reunirse en asamblea y en el participar activamente de todos los miembros en su misión evangelizadora.
Es por todo esto que la definición de Sínodo nos recuerda que no se trata de un asambleísmo, ni siquiera de tomar decisiones por votaciones, como si lo que la mayoría aprobara representara la voluntad de Dios.
Todo el proceso de discernimiento implica escuchar al Espíritu en la vida de la comunidad. Es el centro de los procesos y acontecimientos sinodales. Se trata de un proceso de interpretación teologal de los signos de los tiempos para descubrir los gemidos del Espíritu (Rom 8,26) en el hoy y aquí del territorio.
Para ello, la Iglesia está llamada a una constante conversión que tiene que tocar diferentes dimensiones: la conciencia, la praxis personal y comunitaria, las relaciones, el liderazgo, las estructuras. Sin conversión del corazón y de la mente, y sin un adiestramiento ascético en la acogida y la escucha recíproca, de muy poco servirían los mecanismos exteriores de comunión, que podrían hasta transformarse en simples máscaras sin corazón ni rostro.
Algunos supuestos
¿Qué condiciones nos habilitan y posibilitan concretar la sinodalidad en nuestro tiempo?
La sinodalidad es un proceso pascual porque hay que aprender a morir a sí mismo, a la autorreferencialidad, a los prejuicios, para resucitar a una vida nueva. Requiere paciencia y caridad. Este proceso pascual requiere conversión personal, comunitaria e institucional.
La sinodalidad implica apertura la Espíritu y a la Gracia. Sentirnos necesitados de la Gracia y abrirnos sin miedo a sus llamadas y sus diversas formas de manifestarse a través de otros.
La sinodalidad es un derecho, un deber, una responsabilidad y un compromiso. Todos tenemos algo que aprender de quien camina a nuestro lado. Es un proceso que requiere un serio trabajo con y en nuestra interioridad. Es camino para recuperar identidad de discípulos misioneros.
La sinodalidad implica re-encontrar el rumbo, un camino de ternura, respeto y gratuidad. Revivir a cada paso nuestra relación con Dios, con la Casa Común, con y entre las creaturas. Son tres relaciones de gratuidad que necesitan ser regeneradas.
La sinodalidad nos invita a no tener miedo y a superar el miedo al cambio; a concretar la vivencia de la comunicación que se concreta y consuma en la comunión.
La sinodalidad nos persuade de que es necesario impulsar una escucha activa: sin prejuicios, libre, atenta, sin precipitar respuestas. Nos urge al aprendizaje del diálogo, que se concreta en la articulación del silencio-escuchar-diálogo.
La sinodalidad implica aprender a pedir perdón, a reconocer el mal causado. Nos llama a reconciliarnos con nuestra propia persona, con nuestra comunidad y con nuestra Iglesia. Por eso, la sinodalidad sana.
La sinodalidad suplica activar la capacidad de encuentro; gestar vínculos sanos y auténticos, para facilitar la participación y la comunión.
Diez verbos que nos desafían hoy a caminar juntos
Ser en autenticidad y desde la experiencia de conocer y abrazar nuestra identidad de discípulos misioneros.
Estar donde la vida fluye, en las periferias existenciales, geográficas, con una actitud misionera.
Acercar los distintos contextos y las sensibilidades a lo profundo de nuestras relaciones, de la reflexión y la acción.
Abrir espacios de participación, intercambio, reflexión y de discusión allí donde estamos, generando dinámicas sinodales, abiertos a la pluralidad, a la diversidad.
Caminar, salir, desacomodarse, desestructurarse, visitar los nuevos areópagos. Ese caminar nos enriquece, nos convierte, nos sana.
Cuidar que las relaciones se tejan desde la circularidad, con respeto, valorando a cada uno con sus riquezas, dones, limitaciones, fragilidades y celebrando su vocación.
Participar sin renunciar a la posibilidad de expresar la palabra por miedo al conflicto. Desde abajo, desde la gratuidad, desde cerca, desde dentro.
Discernir con otros, al ritmo de la Ruah, los nuevos modos que Dios suscita en la vida y en la historia, lugar donde Él se revela.
Construir desde el lugar de quienes proponen, en la profunda pertenencia, tendiendo puentes de comunión.
Orar para que la escucha conduzca a la conversión, para apurar la hora de lo común, la hora del Espíritu.