Moverte de un lugar a otro y recorrer la geografía española no implica, sin más, que esta se conozca. De hecho, mi turismo se reduce con demasiada frecuencia a las estaciones de tren y de autobús y, con suerte, a algún que otro aeropuerto. Quizá este sea el motivo por el que valoro y disfruto muchísimo cuando tengo la oportunidad de conocer algo más de los lugares a los que viajo. Es lo que me sucedió el sábado pasado, que tuve la oportunidad de unirme a una visita guiada por la catedral de Tui. Me encantan los edificios recios, de piedra y, a ser posible, con pocos adornos, pero lo que más me llamó la atención fue la oportunidad de ver por primera vez unos ‘sambenitos’ de verdad.
En la zona de museo estaban expuestos unos cuantos de esos escapularios que, después de acompañar a quienes eran acusados de ‘judaizar’, quedaban colgados en la puerta de la catedral durante siglos. Así, el nombre y la resolución de la inquisición quedaba a la vista pública de todos, haciendo imposible que nadie olvidara que los antepasados del vecino que tenía a su lado habían sido puestos en cuestión por guardar el ‘Sabbat’, no comer cerdo o por hacer ayuno el día del Yom Kipur. El caso es que, al ver esos recordatorios permanentes de condenas ya saldadas, he pensado que somos algo más benignos y olvidadizos cuando, en el lenguaje cotidiano, hablamos de colgarle a alguien un ‘sambenito’… ¡gracias a Dios!
Cargar con el ‘sambenito’
Antes o después, la mayoría de los errores ajenos suelen perder intensidad y se van arrumbando en el olvido, aunque sea más por indiferencia que por misericordia hacia el otro. No sucede lo mismo, por desgracia, para muchos de los traspiés en los que nosotros mismos tropezamos. Hay veces en los que estos permanecen, como aquellos ‘sambenitos’ medievales, siempre a la vista de uno mismo, recordándole que quizá no es tan de fiar, sembrando constantes dudas sobre su calidad humana, haciéndole creer que no es digno de ser querido y manteniéndole en la preocupación de hacer lo que sea con tal de que nadie repare en su presencia.
Demasiadas personas viven con el peso de no haberse reconciliado con algo de su propia historia, que ondea constantemente sobre sus cabezas como ‘sambenitos’ que solo ellos alcanzan a ver. Y quizá sea en estas circunstancias, cuando el peso de las propias heridas mantiene a las personas a ras de tierra, cuando más sentido tengan esos imperativos con los que se inicia el tiempo de adviento: “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28). ¿No será que la esperanza tiene mucho de acoger en el corazón que toda deuda está saldada (cf. Is 40,2) y de apartar los sambenitos que no dejan respirar?