En España hay unos 1.500 sacerdotes extranjeros. Un 9% del alrededor de 16.000 curas que hay en nuestro país, según las estadísticas de la Conferencia Episcopal de mayo de 2023. Si a la vez hay casi 23.000 parroquias y cerca de la mitad (11.457) están en el ámbito rural, es un hecho que, en pleno descenso vocacional, se necesitan pastores. Y, en muchas diócesis, la opción es favorecer la llegada de sacerdotes foráneos.
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Provenientes a veces de realidades muy diversas, ¿reciben formación y acompañamiento antes y después de llegar a su nueva comunidad eclesial? ¿Cómo es su relación con los fieles en los casos en que pueda haber una mayor diferencia cultural y hasta de vivencia eclesial? ¿Prevalecen los problemas o, tras adaptarse todos, se nutren espiritualmente con perspectivas y experiencias nuevas?
Paso previo por Madrid
Un caso significativo es el de Wenceslao Belem, sacerdote de Burkina Faso en la Diócesis de Sigüenza-Guadalajara. Aunque, como explica a Vida Nueva, no es su primera experiencia en nuestro país: “Antes, entre 2011 y 2016, vine a Madrid para estudiar en San Dámaso. Luego, volví a mi país y, además de desempeñarme como párroco en Notre-Dame de la Délivrande, en Ouahigouya, trabajé en el Tribunal Eclesiástico Diocesano”.
Pero, en 2022, “mi obispo me envió de nuevo aquí a terminar Derecho Canónico, que hago online a través de la Universidad de Navarra, yendo de vez en cuando a Pamplona”. La causa, detalla con tristeza, “fue el terrorismo que asola mi nación. Era muy difícil formarme en ese contexto, además de que la mayoría de los días, por los ataques, había cortes y no podía conectarme a internet para estudiar. En lo pastoral también era complicado, pues teníamos nuestras cuatro parroquias cerradas”.
Eso sí, se mantiene unido a su Iglesia: “A través de una web, sigo en el Tribunal Eclesiástico Diocesano como defensor del vínculo”. Una labor que compagina con la de “párroco en Masegoso de Tajuña, un pueblo de Guadalajara”. Lo que supone un gran aprendizaje para él: “He tenido que adaptarme al cambio, ya que antes estaba en una gran ciudad como Ouahigouya, sede diocesana y desde la que, junto a otros tres vicarios, atendíamos la capital y tres sucursales parroquiales más en 30 poblaciones de la zona”.
Adaptarse incluso al clima
En Guadalajara, Wenceslao también tiene asignados otros pueblos, “pero el cambio es evidente y siempre hay que acostumbrarse”. Lo mismo ocurre con otros factores, “como el tiempo, costándome aún aclimatarme a que los días sean tan largos en verano. Se me hace difícil cenar aún de día y luego dormir muy poco… Y en invierno es aún más complicado, pues no estoy habituado a pasar tanto frío”.
En cuanto a las celebraciones litúrgicas, el cambio también es evidente: “En Burkina Faso la misa es mucho más larga, en torno a la hora y media, y, en buena parte de ella, el coro canta con mucha alegría. Es una gran fiesta y, de hecho, solo los domingos y en celebraciones especiales la homilía dura más de 10 minutos, pues si no los fieles se quejan; pero es clave que entiendan el sentido de las lecturas y cómo aplicarlo a nuestra vida cotidiana”.
Estando aquí, “puesto que aún no conozco tanto a la gente ni sus costumbres, siempre tengo algo de miedo por si digo algo que les pueda molestar. Cuando hablo en un sermón, tengo claro que la prioridad es no predicar en el desierto y de verdad ser útil en su vida”.
Salir al encuentro
Otro aspecto es el modo de relacionarse: “En mi país era diferente. Tenía el despacho abierto de martes a viernes durante bastantes horas y era la gente la que venía a hablar conmigo, a realizarme preguntas de fe, a confesarse… Aquí es al revés y es el cura el que ha de salir al encuentro y visitar a los fieles. En Burkina Faso no es tanta la gente que trabaje y hay más disponibilidad de horarios. Pero en esta misión sé que hay menos tiempo para todos y que he de adaptarme para encontrarme con los otros”.
Haciendo balance de su experiencia, valora “poder sentirme un misionero que se adapta a otra realidad, a una cultura y a unos valores distintos. Hay que trabajarlo cada día, pues a veces cuesta, pero lo entronco con la pasión de Cristo y ahí encuentro fe y esperanza, para resucitar (adaptarme) y ayudar a los otros a poder hacerlo”.
En ese apasionante reto, lo que más le llena es “sentir cómo la gente se preocupa por mí. Están pendientes de cómo estoy y siguen con atención las noticias sobre mi país. Cuando hay un atentado, me preguntan por mis familiares… Eso es hermoso, una imagen representativa la Iglesia como la familia de Dios, todos hermanos”.
Formación permanente
Wenceslao está agradecido a toda la diócesis: “Me acompañan y me forman. Hay buena organización y todos los sacerdotes recibimos formación permanente y estamos actualizados a todos los niveles, en el civil y en el eclesial”. Sin olvidar las relaciones fraternas: “Cada jueves comemos juntos muchos sacerdotes y, a nivel del arciprestazgo, tenemos retiros mensuales. Los curas extranjeros compartimos muchos momentos de convivencia con los nativos, por lo que son encuentros muy plenos”.
Además, “la formación pastoral y espiritual se completan con las muchas veces que veo al obispo y al vicario general, que, desde el primer día, me hablan mucho de las riquezas y pobrezas de la diócesis, dándome a conocer todos los retos a afrontar y depositando mucha confianza en mí. Igualmente, cada trimestre, tenemos un encuentro con el vicario y con los tres delegados diocesanos del clero. Todos los presbíteros nos aprecian mucho”.
De cara a un futuro, sabe que “algún día volveré a Burkina Faso. Aquí me he podido formar en Derecho Canónico y siento que se lo debo a mi Iglesia de origen. Será muy útil mi labor allí de cara a aplicar la jurisprudencia de la Rota en cuestiones relativas a nulidades matrimoniales”.
Fotos: Jesús G. Feria.