Miguel Ángel Lozano Martínez-Santos, nacido en 1950 en la localidad toledana de Toboso (“tierra de Don Quijote y Dulcinea, a los que admiro”), siempre ha tenido un espíritu rebelde: “Estudié en el Seminario de Toledo, de donde me expulsaron por defender otro tipo de estudios más encarnados en la calle. Luego estuve dos cursos en la Complutense, en los revueltos últimos tiempos de Franco. Y al fin me fui al Sahara, donde serví año y medio en la Legión”. “Ahí, leyendo a Charles de Foucauld, me vino la vocación misionera”, expresa este sacerdote a ‘Vida Nueva’, con quien comparte su ser y ahcer como misionero.
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A su regreso, “busqué una congregación misionera, los Misioneros del Espíritu Santo, y con ellos estudié en las facultades jesuitas de Barcelona y Granada, donde su espíritu abierto y comprometido acrecentó más mi vocación misionera. A la hora de partir al destino encomendado, Tanzania, hubo desavenencias con la autoridad y me expulsaron de la congregación”.
Fue como laico
Pero mantuvo su senda: “En 1980, vine como seglar a este país africano junto a unos misioneros amigos. Después de tres años como catequista con los masáis, el obispo me ordenó sacerdote, convirtiéndome en presbítero diocesano en la Iglesia local de Arusha”.
Tras 44 años allí, su bagaje humano y experiencial es increíble: “He trabajado con culturas ganaderas (los masáis), agrícolas (los wairaq) y gentes del bosque (los hadzabee), donde sigo presente. Soy el último ‘misionero blanco’ en esta Diócesis de Mbulu. Muchos se fueron y otros dejaron su vida aquí. No hay relevos”.
Para perseverar, solo hay una receta posible: “La paciencia. Un ‘perder’ el tiempo para, al final, ganar discípulos al proyecto de Jesús”. Sin olvidar, claro, cosas fundamentales como “aprender la lengua del lugar. Algo que a veces es muy difícil, pues en Tanzania hay 120 lenguas distintas, aunque conviven muy bien”. Todo para avanzar hacia el siguiente paso: impregnarse de “sus costumbres y cultura, su religión, su cosmogonía, su forma de vivir la vida”.
Catequesis bajo un árbol
Como reconoce, “pasan los años y aún no hay conversos, iglesias o presencia clerical, pero el misionero se ha empapado de su vida y es uno más con ellos, sin atributos ni normas. Hasta que surge la pregunta: ‘¿Por qué estás con nosotros sin pretensiones comerciales o posesiones de la tierra?’. Y, debajo de un árbol, empieza la catequesis de la Buena Noticia de Jesús como respuesta a su pregunta”.
En esas charlas, “olvidamos el Antiguo Testamento (tienen el suyo propio) y Jesús, el Amor de Dios, se hace presente en sus vidas expuesto en su lengua y en conceptos de su cultura. Pasan años, a veces cinco, hasta bautizar al primer grupo. Luego, esa primera comunidad es un ariete para extender el Evangelio por ellos mismos”.
En este viaje es mucho lo aprendido: “Ante todo, que la vocación misionera de por vida es real y que llevar el mensaje y la vida de Jesús a otras culturas y personas merece la pena, pues transforma vidas, aporta alternativas y acerca a las diferentes tribus y grupos a compartir, perdonar y descubrir la semilla del amor de Dios en el diferente a través del maestro desconocido, pero esperado”.
Despojarnos de nuestro yo
También ha ganado “en humildad, pues al principio el misionero se siente soberbio. La ‘mercancía’ que quiere compartir es muy valiosa y tiende a pensar que es ‘lo mejor’, despreciando aspectos de la cultura o costumbres salvajes con las que choca. Pero acaba descubriendo la presencia del espíritu de Dios, ante el que solo caben la humildad, la sumisión y el amor. Si Jesús, de ser Dios, bajó a ser humano, ¿qué hemos de hacer nosotros? Despojarnos de nuestro yo y aceptar el del otro, continuar la encarnación, practicar la humildad. Bajarme yo para que aparezca Jesús y salve”.
En esa transformación surge “la alegría. En el mundo actual, hay turistas que pagan por ver durante unos minutos u horas a pueblos remotos y singulares, como los bosquimanos, con los que comparto parte de mi vida. Pero el misionero no va de visita. Vive con ellos y comparte la vida a cambio de nada. Es una gracia y un privilegio”.
Una certeza que se plasma en su día a día, no sin dificultades: “Hace cuatro años, tuve la alegría de iniciar a un primer grupo de bosquimanos con diez miembros que querían conocer a Jesús. Con un método de dibujos de trazos muy simples, les fui desgranando los misterios de su vida y el cambio que él nos pide en nuestra existencia, como el amor a Dios y al prójimo o dejar el egoísmo. Un día llegué al bosque para reunirme con ellos y me dijeron: ‘Hoy no hay catequesis ni diálogo. Hoy te pedimos que nos enseñes una comunidad donde se practiquen los valores que Jesús nos enseña: vivir en comunidad, compartir bienes, ayudar al necesitado, perdonar con facilidad y huir del egoísmo para dejar paso al amor’. Busqué una comunidad entre las que teníamos por los pueblos y no encontré ninguna dispuesta a recibirlos y decirles: ‘Ven y verás’”.
Los que les roban… son cristianos
Con gran tristeza para él, “me respondieron: ‘Los que nos venden alcohol y drogas, los que abusan de nosotros, los que nos desprecian, los que nos roban… Todos son cristianos y no practican lo que tú nos propones como una nueva vida que deseamos, pues así vivíamos en nuestro estado primitivo. Vinieron los turistas con su dinero, y nos hemos hecho egoístas. Antes éramos ‘nosotros’ y ahora somos ‘yo’. Ayúdanos a volver a compartir’. Y ahí estoy, intentando que, por la fuerza de Jesús, vuelvan a repartir lo que cazan y las frutas y raíces que encuentran por el bosque”.
Un reto complejo, feliz. Porque, como para Lozano, “el sentirse acogido desde el primer día por la gente sencilla es la experiencia base que hace confiar y perseverar al misionero. En todos los lugares donde viví, la gente supo diferenciar nuestra presencia de la de los colonos, comerciantes u ONG; por nuestra cercanía, por el deseo de aprender la lengua, por nuestro afán de ayudar a los enfermos en los hospitales y a los niños en las escuelas. Por eso nos piden que no nos vayamos, nos dan un nombre y somos referencia para arreglar conflictos y parapeto para los atropellos de los que son víctimas por los poderosos”.
Lo que no siempre es fácil, como acaba de comprobar con el último episodio, que se acaba de dar hace apenas unas horas: “El día de ayer me trajo otra historia diferente, de egoísmos y violencias. Todo empezó con la consecución por mi parte de 20 sacos de maíz (2.000 kilos) regalo del diputado de la Comarca en el Parlamento para los bosquimanos. La intención era paliar un poco el hambre que padecen, pues, en cuanto nos reunimos, me dicen: ‘Tenemos hambre’”.
Los fuertes sobre los débiles
Sin embargo, esta vez pudo la desesperación y, para su “decepción”, la escena que siguió le dolió en el alma: “Los más fuertes se avalanzaron sobre la comida, se olvidaron de los demás y se repartieron el maíz a su antojo. Los más débiles, niños y mujeres, se quedaron absortos y sin nada… Quedaron marginados”.
A continuación, “un joven vio que aquello no era justo y empezó a protestar ante los líderes, e incluso llegó a acusarles de asesinos. El ambiente se caldeó y sacaron cuchillos para imponer su sinrazón. Me tuve que poner en medio y pedir a gritos la paz, y amenacé con llevarme el maíz y no volver a traerles más”.
En plena catarsis emocional, “el presidente de la comunidad, Mambuzi, se enzarzó con el joven y hubo que separarlos, con peligro de recibir un machetazo. Me oyeron y se separaron, aunque los insultos subidos de tono siguieron y seguían retándose para después. El maíz había traído discordia, no unidad”.
Un alud de preguntas
El triste episodio se zanjó cuando “me pidieron que yo lo repartiera. Lo hice con un gran dolor en mi corazón y mil preguntas mil, como estas… ¿El ser humano es violento de por sí? ¿El desarrollo invita al egoísmo y a la acumulación de bienes de manera egoísta? ¿El primitivo es un reflejo de lo que somos hoy? ¿El amor no sale espontáneamente como el odio y el egoísmo, que provocan violencia y guerras por poseer y mandar?”.
Así es este misionero meditabundo: “No sé si tuve una lección o una decepción. Volví a casa pensando que aún hay mucho trabajo por hacer y que el mensaje de Jesús está lejos de ser realidad. ¿Es una utopía o puede ser realidad para cambiar estas esclavitudes en paz, amor y libertad? Se lo recordaré cuando nos encontremos para celebrar la Navidad y se hayan reconciliado entre ellos y con su Dios, Ishoko”.
Y es que, en definitiva, “Jesús necesita seguir viniendo a los hombres a través nuestro”.