Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Hermano Rafael Arnáiz, no todos supieron entender su sacrificio


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Entre los santos españoles del siglo XX sobresale por mérito propio este joven monje de la Trapa, orden religiosa que cuando él vivió se llamaba todavía por el antiguo nombre, hoy forman parte de los cistercienses, pero de la estricta observancia. Entonces era todavía más evidente la estrictez de su vida, seguían las duras reglas impuestas por su iniciador, el austero abad francés Armand de Rancé (1626-1700), y las reglas todavía más estrictas impuestas por algunos de sus seguidores en tiempos posteriores. Esa vocación monástica de radicalidad evangélica eligió san Rafael Arnaiz Barón, propuesto por dos papas –Juan Pablo II y Benedicto XVI– como modelo para los jóvenes de nuestro tiempo. Y con razón ha sido considerado también uno de los más grandes místicos de su siglo, si bien dejó este mundo a los 27 años. Todo ello habiendo vivido en el monasterio ni siquiera durante dos años.



Este es un caso impresionante de perseverancia en la respuesta a la llamada de Dios a pesar de las dificultades y, podemos decir que en general de perseverancia, una virtud bien poco de moda en nuestro mundo de hoy en el cual con frecuencia los propósitos duran poco y los compromisos se rompen fácilmente.

Rafael había nacido el 9 de abril de 1911 en Burgos, en el centro de Castilla, en el seno de una acomodada familia de reconocidos ingenieros. Fue educado de manera refinada, pero sin olvidar su formación cristiana, que era una prioridad para sus padres. En esto también fue ayudado por su tío Leopoldo, duque de Maqueda, quien años más tarde, una vez viudo, también se hizo en monje de la Orden de san Jerónimo. Rafael estudió con los jesuitas y después comenzó la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid. Fue un joven inteligente y brillante en sus estudios, con gran talento artístico, y con una carrera prometedora, a la vez que con un fuerte deseo de interioridad, signo de una profunda religiosidad que había aprendido en su familia.

En 1932 un tío suyo le pidió que se detuviese en uno de sus viajes en la Trapa de Venta de Baños, en Palencia, para llevar una carta a un monje, y el joven se quedó allí una noche. Quedó tan impresionado por lo que vio en aquel monasterio que decidió regresar en cuanto pudo a hacer unos días de retiro espiritual. ¿Qué había descubierto Rafael en la Trapa? En las horas que pasó allí, siendo un verdadero artista, sin duda pudo percibir la belleza, dentro de su sencillez, de la iglesia de La Trapa, la liturgia de los monjes y sobre todo el canto de la solemne ‘Salve Regina’ al final de la jornada, todos estos elementos le atrajeron mucho, por lo que se deduce de sus escritos posteriores. Algo parecido le sucedió al actor inglés Sir Alec Guinnes cuando, recién convertido al catolicismo, pasó unos días en otro monasterio trapense y contó su fascinación por la digna sencillez de aquellos hombres.

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Cuando Rafael volvió semanas después, en el retiro espiritual que realizó comprendió que detrás de ese atractivo estético había Alguien que lo esperaba, que lo había esperado desde toda la eternidad, era el Señor que lo llamaba a una vida de radicalismo evangélico y misterioso alejamiento del mundo del que tanto había disfrutado hasta entonces. A partir de esta experiencia, él vivirá aquello que decía Francisco de Asís tras su conversión: “todo lo que antes me era dulce se tornó amargo y todo lo que era amargo se tornó dulce”. Así lo explicará Rafael en una de sus cartas:

“Los hombres me aburren, incluso los buenos. No me dicen nada. Suspiro todo el día por Cristo […] El monasterio será dos cosas para mí. Primero: un rincón del mundo donde sin obstáculos pueda alabar a Dios día y noche; y, segundo, un purgatorio en la tierra donde pueda purificarme, perfeccionarme y convertirme en santo. Le doy mi voluntad y mis buenas intenciones. Deja que él haga el resto”.

En 1933 hizo el servicio militar y al año siguiente, a los 23 años, fue aceptado como novicio trapense en el monasterio de San Isidro de Dueñas, donde tomó el nombre de María Rafael, siguiendo la costumbre de la Trapa de poner el nombre de María delante del nombre de cada monje. Radiante, comenzó esta nueva aventura con gran entusiasmo, pero no podemos olvidar que en ese momento la Trapa todavía tenía un acento penitencial muy marcado y esto no tardó en pasarle factura. La vocación trapense se veía como una penitencia continua, manifestada en el arduo trabajo en el campo, la escasez de alimentos y horas de sueño, el duro encierro. Hoy esta visión ha cambiado mucho, pero en la época de Rafael todavía era muy evidente y él, proveniente de una familia acomodada, tuvo que hacer un gran sacrificio para intentar acostumbrarse.

Por ejemplo, en aquella época en que los trapenses de Dueñas trabajaban en el campo con las vacas y las gallinas, dormían con la misma ropa de trabajo, se cambiaban pocas veces y sin la costumbre actual de ducharse, un lujo entonces que tenían prohibido; contaban los ancianos de la Trapa de Dueñas que la primera vez que Rafael entró al refectorio, casi se desmayó por el fuerte olor a humanidad que había allí.

Sin embargo, logró con firme voluntad superar las dificultades, aunque en su diario cuenta cómo en algunos momentos un diablillo le hacía recordar el mundo que había dejado, lo que lo llevaba a sufrir mucho, hasta las lágrimas, si bien al final conseguía serenarse y encontraba la paz. Lleno del fervor propio de los comienzos, el joven novicio escribió en su primera Navidad en el monasterio:

“Hace mucho frío en la tierra. Los cielos están llenos de estrellas que solo se pueden adivinar en el fondo azul oscuro de la bóveda celeste llena de oscuridad. En la tierra, una de las estrellas más pequeñas del inmenso sistema planetario, esta noche están sucediendo maravillas que asombran a los ángeles […]: un Dios que, por amor al hombre, desciende humildemente a la carne mortal y nace de una mujer en uno de los lugares más pequeños, más fríos. Aunque mi alma no tenga la castidad de José, ni el amor de María, le he ofrecido al Señor mi pobreza absoluta, mi alma vacía. Si no le cantaba himnos como los ángeles, trataba de cantarle algún estribillo de los pastores, el cántico de los pobres, de los que nada tienen; el canto de los que solo pueden ofrecer a Dios miserias y debilidades.”

Volver como oblato regular

Rafael era un joven sano con un físico fuerte, sin embargo de repente una forma severa de diabetes mellitus colapsó su salud y en solo ocho días perdió 24 kilos de peso. Debido a una fuerte fiebre se vio obligado a dejar el monasterio y, con el corazón roto por el dolor, tuvo que regresar a casa con sus padres. De manera increíble e inesperada, en el momento en que se sentía realizado a pesar de la dureza de la vida trapense, a la que se iba acostumbrando, se vio alejado de la vida monástica por unos meses. Una vez recuperado, fue recibido nuevamente en el monasterio, pero esta vez como oblato regular, esto es con un ritmo de vida más tranquilo y sin voz ni voto en la comunidad, ya que a estas alturas su estado de salud se había vuelto incompatible con la observancia monástica normal.

Rafael, sin embargo, supo aceptar dócil y serenamente los misteriosos planes de Dios que lo obligaron a salir y entrar en la Trapa tres veces hasta 1937, cuando España estaba en plena guerra civil y él, al no poder participar porque su salud no se lo permitía, decidió que para él el regreso al monasterio y la humillación de tener que vivir en la enfermería podrían convertirse en un sacrificio por la paz del país y por la salvación de las almas. Sentía que el Señor lo llevaba a abandonar todo, incluso los consuelos espirituales. A quien le animó a no dejar a su familia y a tratar bien su enfermedad, le escribía: “Deja muy poco quien lo abandona todo, porque sólo abandona lo que un día debe abandonar, quiera o no”.

De hecho, no queriendo renunciar a su vocación monástica, se hizo llevar en coche de nuevo a San Isidro de Dueñas. Parece ser que cuando estaban llegando pidió al familiar que le llevaba que parase el coche y señalando las tapias del monasterio le preguntó “¿Sabes lo que es eso?”, a lo que éste le respondió “claro, es el monasterio”, pero Rafael dijo, “No, eso es el infierno”. Tal era el sufrimiento que humanamente le provocaba el volver, un poco en cierto modo como el de Jesús en el huerto de Getsemaní; pero, también como Jesús, se recompuso y ya sereno pidió que le llevasen a la puerta de la Trapa.

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Rafael pasó sus últimos meses en la enfermería, en medio de gran sufrimiento, entre ellos el de un hermano enfermero que no entendía su empeño en volver al monasterio a pesar de estar enfermo, creía que era un capricho de joven rico, y se lo hacía pesar con un trato poco amable. Él aceptó también esta humillación, siempre confiando en Dios, pero viendo como su salud se deterioraba rápidamente. Poco antes de su muerte, el abad de Dueñas le concedió el hacer la profesión solemne y llevar la cogulla, que tanto le había atraído al inicio de su vida monástica, pero que a estas alturas ya no le interesaba mucho porque su mente y su corazón pensaban ya en lugares más lejanos, en los collados eternos del paraíso. En su diario y en las cartas que escribió a su familia dejó de su propia mano un hermoso testimonio del crecimiento espiritual que experimentó a través del sufrimiento:

“¿Y el final? El final eres tú y nada más que tú. El fin es la posesión eterna de ti en el cielo, con María, con todos los ángeles y todos los santos. Pero será más allá, en el cielo. Y para animar a los pobres, a los débiles, a los miedosos como yo, a veces te manifiestas en su corazón y les dices: «¿Qué buscas? ¿Qué quieres? ¿A quién estas llamando? Mira quién soy. Yo soy la Verdad y la Vida» […] Entonces, Señor, llenas el alma de tus siervos de una dulzura inefable que se sigue gozando en el silencio, que el hombre apenas se atreve a explicar. Jesús mío, cuánto te amo, a pesar de lo que soy. Y cuanto más pobre y miserable soy, más te amo. Siempre te amaré; me aferraré a ti y no te dejaré: ya no sé cómo decir”.

Desgarrado por la fiebre murió el 26 de abril de 1938, tras apenas 19 meses y 12 días en el monasterio de San Isidro de Dueñas. Pero el día anterior nos dejó un testimonio impresionante del espíritu de penitencia que había aprendido en esos meses de vida trapense: la diabetes le provocaba una sed continua y muy fuerte. Muy débil ahora y no queriendo molestar a la enfermera del monasterio, el 25 de abril –como lo presenció y lo relata un hermano de la comunidad en su proceso de canonización– Rafael, que sentía que le ardía la boca de sed, logró con muchos dolores dejar la cama y dirigirse a un grifo que estaba en la enfermería. Abrió el grifo, acercó la boca… pero lo apartó sin beber y volvió a la cama. Hasta el último momento quiso ofrecer su sufrimiento por los demás, como había hecho desde el principio de su enfermedad, quiso ofrecerse a sí mismo, según escribió, como “un oblato enfermo e inútil […] por los pecados de mis hermanos, por los sacerdotes, misioneros, por las necesidades de la Iglesia, por los pecados del mundo”.

Tras su muerte, la gente empezó a conocer de forma espontánea su historia, y la Trapa de Dueñas pronto se convirtió en centro de peregrinación de muchas de aquellas tierras castellanas que querían rezar ante su tumba. Y como fue sepultado en el claustro con los otros hermanos, con el paso del tiempo los monjes tuvieron que trasladar sus restos a la iglesia de la comunidad donde, detrás de la reja, se podía ver la tumba de Rafael, si bien hoy en día está e una capilla dedicada a él. Su misma madre trabajó arduamente para publicar sus escritos, también su diario, que de inmediato se difundieron y comenzaron a llegar testimonios de agradecimiento obtenidos por su intercesión en diferentes partes del mundo.

A los altares

Beatificado en 1992 por san Juan Pablo II, en el estudio sobre la heroicidad de sus virtudes  por parte del Vaticano no dejó de haber algún teólogo de universidad romana que se escandalizó de la radicalidad de este joven al no querer aceptar los tratamientos médicos para su enfermedad y por el contrario insistir en volver al monasterio donde no le podían cuidar como él necesitaba. Para dicho teólogo, el cuidar de su propia salud tendría que haber sido una prioridad para Rafael y solamente cuando su salud se lo hubiera permitido debería haber vuelto a la Trapa. Pero la mayoría de sus colegas no acogieron este modo de ver el sacrificio del joven monje y prevaleció la idea de ver su muerte como un auténtico acto de amor de quien había sido fascinado totalmente por Dios. Fue canonizado en 2009 por Benedicto XVI, quien lo presentó como un “modelo fascinante, especialmente para los jóvenes que no se conforman fácilmente, pero aspiran a la verdad plena, a la alegría más indescriptible, que se alcanzan gracias al amor de Dios”.

Y la historia de san Rafael Arnaiz tiene un apéndice: su hermano Fernando, dos años menor que él, que había estudiado arquitectura en Lovaina, Bélgica, y tras el fin de la guerra se dedicó a la vida mundana, sacudido y turbado por la temprana partida del hermano, pocos años después de su muerte sufrió una conversión que cambió su vida. Se dice que una tarde, al regresar de una corrida de toros, Fernando, a bordo de su lujoso coche conducido por su chofer, ordenó que lo acompañaran hasta la Cartuja de Miraflores, en la ciudad de Burgos; al llegar a la entrada del monasterio, entregó el coche y todo lo que poseía al conductor incrédulo y entró en el monasterio.

Si así sucedió o no, lo cierto es que Fernando entró en la clausura de la Cartuja y allí perseveró, falleció hace años como cartujo. Pero al final de su vida pidió, como un privilegio, vivir en la hospedería de la Trapa de Dueñas –donde tuve ocasión de conocerlo, siendo yo seminarista– y ser enterrado junto a su hermano; hoy descansa en el cementerio del monasterio, en el claustro, no muy lejos de donde reposó su hermano antes de ser trasladados sus restos a la iglesia de la comunidad.