Editorial

Las otras indulgencias plenas

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El Jubileo ordinario de 2025 ya está en marcha. El 24 de diciembre Francisco inauguró el Año Santo con la apertura de la Puerta Santa de la basílica de San Pedro, un acontecimiento que llevará a Roma a cerca de 32 millones de peregrinos. En la primera homilía de este tiempo especial, el Papa recordó que Jesús es “la esperanza que no defrauda”. Unas horas después, en el marco de la bendición ‘Urbi et orbi’ de Navidad, dio un paso más hacia un jubileo ‘civil’, al invitar “a todas las personas, a todos los pueblos y naciones, a armarse de valor para cruzar la Puerta, a hacerse peregrinos de esperanza, a silenciar las armas y superar las divisiones”. Este primer maratón lo remató en la mañana del 26 de diciembre, con un hecho sin precedentes. Por primera vez en la historia, un papa abría “de par en par” una Puerta Santa en una cárcel.



Este empeño del Pontífice, por anteponer un centro penitenciario a otros templos jubilares de referencia en la capital italiana, revela que la esperanza no es una nebulosa de sensaciones vinculadas a una ilusión sentimentaloide y edulcorada. Menos aún, un producto de consumo personal de autocomplacencia.

Esperar pasa por confiar en el presente y en el futuro en medio de la adversidad y contra todo pronóstico, en un contexto de privación de la libertad, como el de una prisión. Esperar pasa por darse una oportunidad y confiar en el otro a fondo perdido, dejando un hueco a la redención ante un error cometido, por grave que sea, por desahuciado que esté para el mundo de los aparentemente perfectos, puros e impolutos.

El lema de este Jubileo, Peregrinos de la esperanza, se erige así en un encargo de grave responsabilidad para los 1.400 millones de católicos, para que se sepan discípulos de ese Jesús que es capaz de liberar al otro de sus cadenas y curar sus heridas sangrantes e incómodas.

Puerta Santa_Carcel

De ahí la importancia de que el Papa, con 88 años, entrara en el centro penitenciario y visitara las celdas de los presos más conflictivos para abrazar su angustia y contagiarles la alegría del Evangelio por el estrecho hueco de los barrotes. Su escapada no es ni exhibicionismo ni consuelo de baratijas. Es un ‘ve y haz tú lo mismo’, tomando como punto de partida la bula para este Año Santo, que llama a ejercitar la misericordia en los rostros concretos de los migrantes, los ancianos, los jóvenes, los niños… No hay excusas para que esa gracia derramada se arrincone como si se tratase de una edición limitada o se dosifique con monodosis ‘calmacociencias’ como si se fuera a acabar, dando una palmadita en la espalda al otro a modo de limosna aburguesada.

Cabría preguntarse cuántas diócesis, congregaciones y demás plataformas eclesiales replicarán al sucesor de Pedro y darán un paso al frente para abrir puertas santas en los rincones más despreciados. O, peor aún, si se colocarán más candados y cerraduras a quienes no cumplen con el perfil para atravesar el dintel. La gratuidad infinita del Dios que se reparte a manos llenas, en no pocas ocasiones se topa con peajes, cuando no muros levantados.

Compromiso real

Sin dejar únicamente la pelota en el tejado de la conciencia institucional, cabe que cada uno de nosotros nos preguntemos, a modo de examen de conciencia, si tendremos el suficiente coraje para abrir una puerta santa a la esperanza del otro. Siempre desde ese compromiso real con el prójimo próximo que exige un acompañamiento permanente y un apoyo integral para devolver la dignidad de saberse hijo de ese Dios que sana y salva.

La esperanza en y desde Jesús de Nazaret solo será resucitadora si genera una conversión interior que se traduzca en un compromiso para transformar la realidad cercana y lejana. Peregrinar en esperanza no puede confundirse con un ejercicio de turismo de un optimismo pasajero.

Ojalá este Año de gracia que ya ha comenzado sea el de otras indulgencias que sean plenas, porque se repartan a diestro y siniestro en forma de justicia, a través de una esperanza que rescata a quienes se la han arrebatado.