Hemos comenzado un Año Santo, de renovación y perdonanza. Nos vienen bien estas dos palabras, pues corremos el riesgo de perder el entusiasmo inicial y caer en un estado de letargo, limitándonos a sostener lo aprendido, incapaces de intentar cualquier iniciativa nueva; incluso, añorando viejos instrumentos para un mundo que ya no existe. Y sufrimos un desencanto vital, manteniéndonos en un estado casi vegetativo.
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Desde mi ventana veo cómo el reflejo de la luna traza una senda sobre el mar. Pequeñas embarcaciones de pescadores cruzan esa luz y se adentran en la oscuridad. Solo unos puntos amarillentos, casi como lejanas estrellas, nos dicen dónde están las barcas de pesca. Y permanecen horas aparentemente quietas, esperan. Es curioso, leí a Erri de Lucca que, en el Antiguo Testamento, Dios buscaba pastores, y en el Nuevo, pescadores. Pero sin dar explicación.
Paré la lectura, como si se tratara de un punto y final. Me quedé pensando y me di cuenta de que la tarea del pastor es proteger, cuidar, mimar a su rebaño: “Israel, mi hijo amado”. En cambio, el pescador es un buscador en la noche, un escrutador de los movimientos de la superficie, que tanto guarda en su profundidad.
Comúnmente, el pescador no va solo, le acompaña un reducido grupo que trabaja al unísono: “Y sacaron 153 peces”. El pastor parece que no se equivoca nunca, es la oveja la que se pierde… (bueno, hay también malos asalariados). En cambio, el Evangelio nos habla de pescas fracasadas: “Echad la red al otro lado”. Y lo dijo el carpintero del interior, pero le obedecieron.
Habito en un segundo piso de una casa de espiritualidad que da a la orilla del mar Mediterráneo. El capítulo 10 de Hechos de los Apóstoles está lleno de sugerencias para el tiempo que nos ha tocado vivir. Pedro, como buen pescador, se hizo acompañar de unos hermanos de Jafa, hasta Cesarea del Mar, la capital administrativa del imperio en Judea. También le acompañaban los que fueron a buscarlo. Muchas veces, observando el mar que tanto esconde, me veo en la azotea con Pedro.
Conversión del misionero
Un tozudo, educado en la fe judía, se da cuenta de que para Dios no hay favoritismos y que Jesucristo es el Señor de todos. Es la conversión del misionero, que rompe sus propios esquemas. Este texto se me ha tatuado y, desde entonces, no ha dejado de dar vueltas, mi cabeza y mi corazón, sobre esta propuesta. Incluso, cuando no duermo, me veo en la azotea en un continuo soliloquio hablando conmigo mismo. Cuando me levanto, vuelvo a leer este capítulo, un día antes de llegar a la casa de Cornelio.
¡Ánimo y adelante!