Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

Lapidación personal


Compartir

E incorporándose, le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?”. Ella le respondió: “Nadie, Señor”. “Yo tampoco te condeno”, le dijo Jesús. Estas palabras del Señor a la mujer adúltera (San Juan 8,1-11) vienen a ser un mandato para cada uno de nosotros, para evitar la autolapidación y/o autocrítica constante que nos hiere, debilita, enferma y nos aleja del amor misericordioso de Dios. Él no es un juez justiciero y castigador; somos nosotros los que nos condenamos con crueldad, fortaleciendo un ego enfermo de desamor, autodesprecio y temor.



Ciertamente, siempre habrá personas que harán juicios sobre nosotros y su veredicto nos puede afectar. Sin embargo, los peores de todos son los escribas y fariseos internos, voces que constantemente nos apedrean en nuestro diálogo personal. La cantinela de que somos malos, insuficientes, imperfectos, torpes, frágiles, feos, débiles, cobardes, errados, pecadores, viejos, incapaces, invisibles, inútiles, fracasados, enfermos, heridos, rechazados… son verdaderos peñascos que desgarran nuestra autoestima, confianza, esperanza, fe y, sobre todo, el vínculo con Dios, los demás y nosotros mismos.

Falsas creencias

Es tan profunda la vergüenza que muchos sentimos de ser cómo y quiénes somos y tantas las vivencias de dolor que confirmaron esa sentencia, que difícilmente podemos comprender a cabalidad lo que significa ser hijo/a amada incondicionalmente por Dios. En la infancia y adolescencia de una inmensa mayoría de seres humanos ha habido un infinito de piedras que pueden aún perdurar, haciéndonos oscilar en nuestro ser esencial y dudar de que somos amados y que el Señor solo anhela nuestra plenitud, felicidad, abundancia y fecundidad.

Grupo de duelo. Foto: Jesús G. Feria

Si se escarbara un poco más allá de la imagen y la máscara que solemos usar, podríamos develar una verdadera crisis de sano amor propio y de filialidad con el Padre/madre creador. En el diálogo íntimo de demasiados seres humanos consigo mismos, se genera como piloto automático una conversación llena de escrúpulos, autoexigencias, condenas, oprobios y descalificaciones que generan autodestrucción, aislamiento, languidecimiento, desconfianza de todo y de todos y una profunda soledad y angustia. Hoy hay hambre de amor, compasión, ternura, misericordia y conversión.

El Jubileo y Semana Santa

Este año, como nunca, tenemos la oportunidad de recibir la misericordia de Dios para con nosotros mismos y, desde ahí, poder irradiarla a los demás y al mundo. Nadie da lo que no tiene y, de ahí, la urgencia humanitaria que debemos abordar. Gracias a la oración y a las indulgencias, podemos partir de cero con un nuevo tipo de relación con lo que somos y hacemos, tratándonos como trata Jesús a la mujer adúltera.

Nos manda a renacer en una nueva vida sin pecar más. En esta Semana Santa que se acerca, Jesús nos invita a cargar nuestra cruz y morir a ese hombre o mujer viejo que tanto nos lastima. Solo así podremos darle espacio a la resurrección que es sabernos creados por amor, con amor y para amar(nos) porque el Padre Dios.