Para que las homilías se oigan

(Luciano Martínez Luengo. Madrid) Según definición del Diccionario de la Real Academaia Española de la lengua, homilía es “razonamiento o plática que se hace para explicar al pueblo las materias de religión”. Sin que nos salgamos de la definición, se puede hacer o proclamar una homilía de muchas maneras: una corta homilía (en tiempo) o larga (en duración). En esto de la duración ya se ha dicho bastante. No lo repetiremos más, no es el tema. Explicar al pueblo. Insistiremos: explicar al pueblo, no solo a los más instruidos.

Pero para entenderla es necesario, primordial, oírla y oírla bien. Llegar a captar con el oído, antes que con el intelecto, lo que el orador dice, lo más claramente posible, y ahí es donde, en este tiempo de la electrónica, de micrófonos y altavoces, se falla estrepitosamente. No tenemos megafonía: tenemos cacofonía en muy buena parte de nuestras iglesias.

No reclamo el púlpito con su tornavoz. Reclamo insistentemente que de una vez por todas se convenza, el que tenga que convencerse, de que la solución no está en la megafonía (solamente) conseguida con la electrónica. ¡Es la acústica!

A veces el problema se resuelve, simplemente, dirigiendo los altavoces hacia el público elevando un poco la posición e inclinándolos. Una fácil posible solución.
Es frecuente (sucede en mi parroquia) que con la Iglesia llena (los domingos) se oiga perfectamente. Entre semana, con pocos fieles, no se entiende nada de “eso” que se oye.

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En el nº 2.743 de Vida Nueva.

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