(Alberto Iniesta–Obispo Auxiliar emérito de Madrid) Para bien o para mal, la Conferencia Episcopal está de moda. Hasta los que no tienen ni idea de los entresijos de la Iglesia, la citan con frecuencia, casi siempre en un tono crítico y polémico.
Es el caso que mientras otras reformas conciliares fueron recuperación de cosas antiguas, perdidas con el paso del tiempo y ahora venturosamente recuperadas –como el diálogo del presidente con la asamblea, el saludo de paz o la oración de los fieles en la Misa–, otras, en cambio, son estrictamente nuevas, como la Conferencia Episcopal de cada país. En realidad, no es totalmente nueva, ya que se trata de recoger y aplicar el espíritu de la colegialidad episcopal de los obispos entre sí y de éstos con el Papa, muy presente en la Iglesia en los primeros siglos.
Pero la Conferencia no funciona en una línea de mando, si cabe hablar así, sino de colaboración entre iguales, con el fin de estimular el intercambio pastoral de las diversas diócesis. Por eso, como yo mismo he oído explicar en diferentes ocasiones tanto a Rouco como a Blázquez, el presidente de la Conferencia, elegido por los demás obispos, no es un jefe al que tienen que obedecer, ya que en realidad la misma Conferencia no existe más que en los días en que se reúne en asamblea plenaria –en España, una semana, dos veces al año–.
Lo que da una imagen de continuidad es la existencia de los secretariados en sus diferentes especialidades, un enjambre de gente escogida de la base –laicos/as, religiosos/as, presbíteros– de las diversas diócesis por su preparación y especialización; todos, bajo la orientación de los obispos, trabajando codo con codo en el mismo edificio de la Casa de la Iglesia, como una colmena de vida eclesial, que ha influido muy positivamente en la pastoral de conjunto de la Iglesia española. También en este aspecto se podría decir que si la Conferencia Episcopal no existiera habría que inventarla.