(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid)
“Fue precisamente Pablo el primero que en sus cartas esbozó una teología de la Iglesia, basándose en su experiencia del Cuerpo Místico de Cristo, que tan fuertemente se le grabó en su visión camino de Damasco”
Con su fuerte personalidad, su cultura a la vez rabínica y helenística, que no poseían los demás apóstoles, y su condición única por haber sido llamado directamente por el Resucitado, podría haber temido el peligro de convertirse en un ‘free lance’ de la evangelización, trabajando por su cuenta, como una oposición o alternativa a la dirección del Partido.
Por el contrario, aunque mantuvo la libertad evangélica para ejercer la corrección fraterna con Pedro, en el incidente de la simulación judaizante en Antioquía, él se mantuvo siempre fiel a la orientación de los ‘grandes’ de Jerusalén, por si corría o había corrido en vano. Fue precisamente Pablo el primero que en sus cartas esbozó una teología de la Iglesia, basándose en su experiencia del Cuerpo Místico de Cristo, que tan fuertemente se le grabó en su visión camino de Damasco.
Las cartas de san Pablo constituyen un tesoro de vida cristiana siempre vivo, tanto para los cristianos en general como para los pastores en particular. Hasta una ipsissima verba, una frase literal de Jesús nos ha conservado en exclusiva, aquella de que es mejor dar que recibir, que desconocen las otras tradiciones. Y, sobre todo, nos transmitió la primera versión escrita de la última cena del Señor, a la que Pablo no pudo asistir, evidentemente, pero que había recibido desde hacía ya algún tiempo, signo de la fuerza de la tradición hablada, y, por tanto, contradiciendo el principio protestante de la sola scriptura, que rechaza la tradición viva.
Concretamente, los que hemos recibido el sacerdocio ministerial tenemos en sus cartas el ejemplo de un buen pastor y un hermoso tratado de ministerio pastoral. Esperemos que este año de san Pablo, coincidiendo con el Sínodo de los Obispos sobre la Palabra, recientemente celebrado, suponga un impulso extraordinario para despertar nuestro decaído espíritu evangelizador, como él decía: ¡Ay de mí si no evangelizara!
En el nº 2.634 de Vida Nueva.