CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“Dicen los expertos que no es recomendable, en el primer momento del día, el echarse encima toda la carga que le espera a uno en esa jornada. Que es como hundirse y agobiarse antes de que comience a caer el pesado fardo sobre las espaldas”.
Dicen los expertos que no es recomendable, en el primer momento del día, el echarse encima toda la carga que le espera a uno en esa jornada. Que es como hundirse y agobiarse antes de que comience a caer el pesado fardo sobre las espaldas.
De algunas caras, parece inevitable el que uno pueda eludir el encontrarse con ellas. Son esos conocidos desagradables que uno desearía evitar, pero que no siempre es posible soslayar el desagradable encuentro. Después están los desconocidos. Ese montón de gentes con los que uno se cruza por la calle, de los que nada se sabe, ni importa su vida, ni conocer hacia dónde se dirigen, ni qué es lo que buscan.
Del conocido y amistoso se espera siempre la oportunidad de la relación, del intercambio afectuoso, del momento grato a pasar en su compañía. Hasta aquí pueden llegar cuantos y más elogios se han hecho de la amistad. Valor profundamente humano y nobleza de las personas que lo viven.
Así podríamos ir siguiendo la lista de todas aquellas personas con las cuales uno se puede encontrar a lo largo de la jornada. Los tipos, el carácter, el nombre y forma de vida, todo tan variado y distinto.
Hay, sin embargo, un elemento común, algo que les hace a todos iguales y miembros de una misma familia: que el individuo, del que no conoces el nombre, ni sabes de su cara, es un hermano. Esta relación de fraternidad puede verse desde distintos puntos de vista. Forma contigo una misma comunidad humana, quizá esté relacionado con unos vínculos de proximidad por el sitio donde vive, por el grupo social al que pertenece…
Para el cristiano, existen unas vinculaciones más grandes y maravillosas. Es la relación, la celebración y, en definitiva, la manera de vivir y de pensar, de tener unos mismos criterios para el comportamiento diario: lo que se ha visto, oído y recomendado por Jesucristo.
Al que se va uno a encontrar en el camino no es un desconocido, ni un extraño: es un hermano. Todavía más, con el auténtico y mejor de todos los hermanos: Jesucristo, presente y vivo, de una manera particular, en todos y cada uno de los hombres y mujeres del mundo.
Decía Benedicto XVI: “Se ve claramente que esta concepción de Dios y del hombre está en la base de un modelo correspondiente de comunidad humana y, por tanto, de sociedad. Es un modelo anterior a cualquier reglamentación normativa, jurídica, institucional, e incluso anterior a las especificaciones culturales. Un modelo de humanidad como familia, transversal a todas las civilizaciones, que los cristianos expresamos afirmando que todos los hombres son hijos de Dios y, por consiguiente, todos son hermanos. Se trata de una verdad que desde el principio está detrás de nosotros y, al mismo tiempo, está permanentemente delante de nosotros, como un proyecto al que siempre debemos tender en toda construcción social” (Génova, 18-5-08).
En el nº 2.759 de Vida Nueva