(Pablo d’Ors– Escritor)
“La verdad es que cuando uno se atreve a mirar a Dios (…) comienzan a aparecer esas malditas sabandijas. Sin embargo, confieso que algo he cambiado. Antes decía: ‘he vencido a mis sabandijas’ o, por el contrario: ‘he sido derrotado por ellas’. Ahora, en cambio, descubro que sigo rezando pese a que mis sabandijas están ahí”
Lo más sorprendente del camino espiritual es que, cuando en la oración se levanta una piedra, se descubren las serpientes y sabandijas más insospechadas” -dijo una amiga mía, ex carmelita-. Me conmuevo muchísimo al oírla hablar, y eso que, por su aspecto, como por su biografía, no es una persona que, en principio, atraería mi atención.
La ex monja aseguró también que todo aquel que reza termina por encontrarse con defectos y pecados que creía superados, y que siempre estamos mucho, mucho más atrás de lo que creemos. Acto seguido, Rosario sonrió con esa cara de niña que tiene mientras yo pensaba y sentía que si Dios no existiera esta mujer sería una miserable. Por miserable entiendo tonta, loca, idiotizada, ingenua y pretenciosa, ridícula. “Avanzar en la fe -agregó ella todavía- es avanzar en la conciencia de la propia pequeñez”.
¿Qué debe hacerse con las sabandijas que encontramos bajo esas piedras?”, quise preguntarla. “¿Matarlas? ¿Ocultarlas nuevamente bajo las piedras? ¿Dejar que se marchen? Pero, ¿se marcharán? ¿No se reproducirán y vendrán otras peores?” Qué hacer con las sabandijas es, en mi opinión, una de las preguntas espirituales más interesantes.
Esa “feliz menopáusica” que es Rosario (la expresión es suya) dijo que quizá convendría dejar de mirar tanto a las propias sabandijas y empezar a mirar a Dios. Tenía razón, claro, pero la verdad es que cuando uno se atreve a mirar a Dios (y experimento un pudor infinito al escribir algo así) comienzan a aparecer esas malditas sabandijas. Sin embargo, confieso que algo he cambiado. Antes decía: “he vencido a mis sabandijas” o, por el contrario: “he sido derrotado por ellas”. Ahora, en cambio, descubro que sigo rezando pese a que mis sabandijas están ahí, bajo las piedras. E intuyo que mi ex monja preferida tenía razón: Dios nos ama con sabandijas. Sin ellas, si es que algo así fuera posible, quizá ni siquiera rezaríamos.
En el nº 2.635 de Vida Nueva.