FRANCISCO M. CARRISCONDO ESQUIVEL | Profesor de la Universidad de Málaga
“Resulta inconcebible pensar en una Iglesia mecenas, papel que desempeñó en otras épocas gloriosas para el arte. Por eso, este debería ser el momento de los artistas vocacionales, como Luis Aldehuela…”.
Noviembre quiere merecerse su nombradía y por eso acaban de dejarnos artistas de una altura fuera de serie. Luis Aldehuela es uno de ellos. Si lo traigo aquí no es solo por el dolor que me produce su pérdida, sino también por su importancia como uno de los pocos y grandes artistas religiosos del presente.
Cuando digo religioso no me refiero a que trabajara por encargo para la Iglesia. Utilizo el adjetivo en su sentido profundo, no industrial, como estímulo que conmocionaba su alma y lo impelía a ejecutar su obra, puesta al servicio de un ideal, revestida de belleza. Así les deja todo bien claro desde el principio al feligrés, al devoto o al peregrino, sin necesidad de las interpretaciones abiertas a que nos tiene acostumbrados el arte abstracto y conceptual.
Luis solía decirme: “Ya no existe el arte religioso”. Llevaba razón. Lo comprobamos en la música. Muchos parroquianos identifican, no sin cierto peligro, devoción con devocionismo hacia la imaginería, cuando realmente esta debería crearse para lo primero, no para lo segundo.
Tampoco me olvido de la escasa representación española en la exposición Lo splendore della verità, la bellezza della carità, celebrada en homenaje a los sesenta años de la ordenación sacerdotal de Benedicto XVI.
Los tiempos han cambiado y ahora resulta inconcebible pensar en una Iglesia mecenas, papel que desempeñó en otras épocas gloriosas para el arte. Por eso, este debería ser el momento de los artistas vocacionales, como Aldehuela, para que demuestren que el genio jamás sucumbe.
En el nº 2.778 de Vida Nueva.