CARLOS BALLESTEROS, doctor en Ciencias Económicas y Empresariales y profesor de Comportamiento del Consumidor en la Universidad Pontificia Comillas | En economía, el consumidor siempre es tratado con respeto y cariño, pues no en vano es la razón de ser del mercado, la causa por la que se produce y el objeto de deseo de marcas que compiten por su voluntad, su fidelidad y su bolsillo.
Cuando se busca en diccionarios económicos la definición de soberanía del consumidor, suelen aparecer términos como “característica de un sistema de libre mercado donde los consumidores orientan la producción”; “idea según la cual los consumidores deciden en última instancia lo que se deberá producir (o no) mediante el acto mismo de escoger lo que habrá de comprarse (y lo que no)”. En definitiva, se está hablando de un empoderamiento del consumidor convertido en indiscutible gestor del mercado.
Sin embargo, esta omnipotente característica de un soberano que con sus preferencias guía la economía no es del todo cierta ni defendible. En un mundo competitivo y basado en el consumo desaforado, el truco es hacer creer al consumidor que es libre de elegir lo que quiera, siempre que quiera lo que se le ofrece.
La Soberanía Consumidora debería entenderse como
el derecho de las personas a decidir colectiva y responsablemente
qué, por qué y para qué quieren consumir.
Al igual que los monarcas absolutos en el Despotismo Ilustrado del siglo XVIII, que usaban su autoridad para introducir reformas en la estructura política y social de sus países, parecemos estar asistiendo actualmente a un Consumismo Ilustrado: “Todo para el consumidor pero sin el consumidor”.
Además, ese consumidor supuestamente sujeto de derechos y deberes, no puede (o no quiere) ejercerlos. En términos legales la cobertura es perfecta: cualquier ciudadano tiene derecho a comprar solo lo que quiera comprar. En la práctica no es así: son derechos mayoritariamente desconocidos, lejanos y redactados pensando en el consumidor individual. Proteger su seguridad, su salud y sus intereses; promover la información y la educación para elegir con libertad (pero sin olvidarse de elegir), etc. En cuanto a deberes, la cosa es más sencilla: el único deber del consumidor parece ser pagar. No suele hacerse referencia al deber de informarse sobre las condiciones sociales y medioambientales en las que se ha producido lo que se está comprando.
Precisamente, a esta primacía del consumidor individual dueño y señor del mercado se contrapone un nuevo concepto: la Soberanía Consumidora. Si Soberanía Alimentaria es el derecho de los pueblos a controlar sus políticas agrícolas; a decidir qué cultivar; a producir localmente respetando el territorio; a tener en sus manos el control de los recursos naturales (agua, semillas, tierra…), la Soberanía Consumidora debería entenderse como el derecho de las personas a decidir colectiva y responsablemente qué, por qué y para qué quieren consumir.
El mecanismo de mercado debería así funcionar como una forma de participación política en la que los consumidores pasemos de la racionalidad y el utilitarismo como criterios de comportamiento fundamentales a criterios de transformación global que pongan a las personas, al planeta y a sus relaciones de consumo en el centro de la decisión.
En el nº 2.781 de Vida Nueva.
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