(Alberto Iniesta-Obispo Auxiliar emérito de Madrid) Recientemente, la Audiencia de Sevilla ha condenado a una mujer a 14.000 euros de multa por no haber educado bien a su hijo, que propinó una brutal paliza a un compañero de colegio. Aunque probablemente la sentencia requeriría sus matices, de todos modos, ha sido muy bien acogida por la opinión pública española, como un toque de atención ante el permisivismo que se había extendido en el ámbito educativo, tanto en el hogar como en la escuela y en la universidad, quizá como reacción frente al autoritarismo de tiempos anteriores.
El Señor rechazaba el servilismo, pero ensalzaba el servicio. Quería que el mayor sirviera al menor, pero no como obediencia, sino como colaboración de hermanos en la misma empresa. Amaba, acariciaba y bendecía a los niños, pero no les encargó el gobierno de su Iglesia. Aun siendo quien era, de niño vivía en el hogar de Nazaret, obedeciendo al Padre, a través de sus padres.
Pero lo mismo que en la sociedad, también en la Iglesia se han infiltrado a veces actitudes pastorales un tanto demagógicas. Casualmente, cuando acababa de escribir lo anterior, me llega el boletín de una parroquia –que, por otra parte, me consta que funciona admirablemente bien– donde se dice al pie de una fotografía: Los niños mandan en nuestra parroquia, cosa que no sólo no es realmente posible, sino tampoco deseable.
Eso no quiere decir en modo alguno que haya que volver al autoritarismo de otros tiempos. Basta con superar el mito de lo joven como supremo valor, en una Iglesia fraternal y corresponsable, donde todos seamos piedras vivas que entren en la construcción, con sus dones y sus dotes, su edad y circunstancias, sus ministerios y misterios, únicos e irrepetibles, y todos necesarios por Cristo para gloria del Padre en el Espíritu.