FRANCESC TORRALBA | Filósofo
“Los ciudadanos europeos del presente no podemos no llamarnos cristianos, porque no podemos comprendernos a nosotros mismos, ni nuestra alma más genuina, el ADN espiritual de Europa, sin la tradición cristiana…”.
En 1942, hace exactamente setenta años, el filósofo italiano Benedetto Croce, uno de los padres redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que vería la luz el 10 de diciembre de 1948, publicó un breve artículo titulado Perché non possiamo non dirci ‘cristiani’.
El texto, que ha sido traducido a la lengua catalana por Daniel Gamper y publicado en el último número de la revista VIA, que dirige Miquel Calsina, es una pieza de antología que ahonda en el alma europea, en las fuentes de su identidad, para decirlo con la expresión de Charles Taylor.
¿Por qué no podemos no llamarnos cristianos? La cuestión no es irrelevante, y el texto, cuyo esbozo con correcciones autógrafas se conserva en la Biblioteca del Istituto Italiano per gli Studi Storici en Nápoles, constituye una verdadera pieza antológica. Han pasado muchas décadas, pero lo fundamental está ahí
El autor muestra con una aguda argumentación que la identidad de Europa no puede separarse de su vinculación a la tradición espiritual cristiana, y eso mucho antes del debate sobre las raíces culturales de Europa.
Esta afirmación sigue teniendo valor incluso después del intenso y extenso proceso de secularización de la cultura en sus distintas modalidades y del pensamiento filosófico que ha experimentado Europa en los últimos siete lustros. Asumiendo como verdad la secularización de la filosofía, en palabras de Gianni Vattimo, la misma filosofía posmoderna y el pensiero debole que la nutre no pueden comprenderse sin ese trasfondo simbólico.
Los ciudadanos europeos del presente no podemos no llamarnos cristianos, porque no podemos comprendernos a nosotros mismos, ni nuestra alma más genuina, el ADN espiritual de Europa, sin la tradición cristiana.
Los pensadores ateos más ilustres del siglo XIX no pueden ser comprendidos a fondo sin este sustrato espiritual contra el que, de un modo explícito, reaccionan. Inclusive el humanismo ateo que Henri de Lubac calificó de dramático no puede ser debidamente interpretado sin ese sedimento intangible de valores, de símbolos y de relatos que configuran el imaginario cristiano.
Los europeos actuales no podemos no llamarnos cristianos. Este cristianismo cultural no se debe identificar con el confesional, puesto que este último requiere de un acto de fe, libre y voluntario, de una adhesión personal al mensaje de Jesús, mientras que el cristianismo cultural es lo que los pensadores alemanes denominan el Hintergrund sobre el que se edifica el pensamiento occidental moderno e inclusive contemporáneo.
Para comprender a fondo a un autor tan sumamente beligerante contra el cristianismo como Friedrich Nietzsche, por ejemplo, uno debe bucear en las aguas del cuarto Evangelio, pues todo el Zaratustra está construido a su imagen y semejanza. El ateísmo europeo es, como ha dicho Peter Sloterdijk, reactivo, y para entender contra qué reacciona, es fundamental ahondar en las aguas subterráneas que lo alimentan, a saber, en la simbología y en el gran relato cristiano.
Setenta años después, uno se pregunta si el denominado proceso de secularización, tan vehemente y nítido desde un punto de vista social, político, educativo y mediático, también ha minado los fundamentos de la civilización europea, las categorías filosóficas y jurídicas que lo nutren.
Como ha subrayado el mismo Jürgen Habermas, gran parte de estas categorías y conceptos filosóficos se inspiran y alimentan en el gran relato cristiano, en símbolos y metáforas que, posteriormente, han sido depuradas racionalmente y podadas teológicamente.
A mi modo de ver, subsiste un fondo que, a pesar del huracán de la secularización, persiste, como aquella humedad, que vuelve una y otra vez, a pesar de repintar la pared cada año al llegar el buen tiempo.
En el nº 2.803 de Vida Nueva.