CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“Cuando se cierran definitivamente las puertas de un convento de clausura, particularmente si esto sucede en un pueblo, se produce un auténtico desgarro en los sentimientos de las personas que viven en ese lugar…”.
Hace poco tiempo, el papa Benedicto XVI canonizaba a una clarisa italiana. Mujer, más que de noble cuna, era princesa en los Apeninos italianos. Fascinada por el espíritu de san Francisco y de santa Clara de Asís, quiso buscar a Dios a través de una vida escondida, pobre, sacrificada y enteramente dedicada a la contemplación de los misterios de Dios.
De la fundación de las Hermanas Pobres de Santa Clara se cumplen ahora ocho siglos. Aquella primera vocación de Clara de Asís se repite a diario en tantas jóvenes que buscan, entre las Hermanas Pobres de Santa Clara, el rostro misericordioso de Dios.
Si nos acercamos a los monasterios más próximos, quizás quedemos sorprendidos por una nueva pobreza que se está viviendo en muchas de las casas de nuestras hermanas clarisas. No se trata de una simple carencia de recursos económicos, que también de esto hay mucho, sino de la edad de las personas que forman estas comunidades contemplativas.
Es una pobreza que no solo no impide la contemplación del misterio de Dios, sino que la hace más auténtica y confiada. Dios es la única riqueza de su vida. Nadie se la puede quitar. Ni la penuria económica, ni la edad y las flaquezas y achaques personales. El amor apasionado por Dios no tiene más fuerza que la que proviene de un corazón entregado, sencillo y limpio de otro interés que no sea el de alabarle y el de ofrecerse, con Cristo Redentor, por la salvación de todos.
Las personas que pasan por la calle, junto a ese convento de hermanas clarisas, posiblemente desconocen si son muchas o pocas las que componen el número de la comunidad que vive tras los elevados muros. Allí hay unas mujeres que se dedican completamente a Dios. Son un ejemplo, un referente, un modo de vida maravillosamente cristiano.
Cuando se cierran definitivamente las puertas de un convento de clausura, particularmente si esto sucede en un pueblo, se produce un auténtico desgarro en los sentimientos de las personas que viven en ese lugar. El convento es el corazón del pueblo. Al que se puede acudir en cada momento, sabiendo que vas a recibir la palabra que lleva a Dios y el consejo humano, nacido de la experiencia de “haber dejado todas las cosas por Dios para ver a Dios en todas las cosas”.
La vocación a la Vida Consagrada contemplativa es un verdadero regalo para la Iglesia. También, una señal inequívoca de auténtica vida cristiana. Se lo pediremos a Dios, sin olvidar que pedir es cosa de pobres, de los que habla el Evangelio.
Decía el papa Benedicto XVI: “La historia de Clara, junto a la de Francisco, es una invitación a reflexionar sobre el sentido de la existencia y a buscar en Dios el secreto de la verdadera alegría. Es una prueba concreta de que quien cumple la voluntad del Señor y confía en él, no solo no pierde nada, sino que encuentra el verdadero tesoro capaz de dar sentido a todo” (Mensaje al Obispo de Asís, 1-4-2012).
En el nº 2.803 de Vida Nueva.