FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto
“los católicos deben recuperar ese sentido profundo de lo que fue su afirmación de un humanismo cuya trascendencia nunca lo colapsó, sino que le permitió crecer…”.
En uno de los más hermosos fragmentos de su obra, san Pablo recuerda a los corintios en qué consiste nuestro lugar en el mundo, amparados por la fe, pero sometidos a las condiciones que ella exige. “Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena”.
Con una energía que carece del ruido superfluo de la pompa, con una palabra a la que empuja la fuerza de la convicción, el Apóstol recuerda algo que sale al paso de la falsa caridad: no son las obras las que nos redimen, sino el amor que las inspira. El amor precede a la acción, la acompaña y la justifica.
Sin el amor, nuestra conducta bondadosa es ostentación o recompensa para nuestro orgullo puesto a prueba. Sin el amor, las buenas obras son un tranquilizante que nos calma ante el escándalo del sufrimiento, cobra la forma de un alevoso anticipo de nuestra salvación o se comporta como una demostración de nuestro carácter selecto, elegidos para la gloria entre todos los hombres.
En los comienzos de la modernidad, el cristianismo se fragmentó precisamente por la defensa de la validez de la experiencia del hombre en la Tierra. El Concilio de Trento afirmó el mundo como territorio de redención y la vida de cada hombre como trayecto hecho en libertad, en condiciones de salvarse o condenarse.
Resulta curioso que ni siquiera la propia tradición católica haya sido capaz de propagar esa rotunda defensa del individuo libre y esa afirmación de la vida responsable. El prestigio de la reforma protestante, especialmente entre los no creyentes, se ha basado en una torpe retirada dogmática de los católicos, acomplejados por lo que la historiografía ha decretado: la modernidad del luteranismo y el carácter arcaico del catolicismo. Incluso la normalización del concepto de “contrarreforma” sugiere una actitud defensiva, una posición de resistencia institucional, una respuesta al desafío de la crítica.
El debate iniciado en el siglo XVI no escindió un protestantismo defensor del contacto directo del individuo con Dios y un catolicismo que sometía al hombre al peaje de una autoridad eclesiástica. Nada se entendería, en una reflexión tan superficial, de la potencia del misticismo español de aquellos tiempos. Lo fundamental residía y reside aún en otro lugar: quién ha defendido la libertad del hombre y quién ha considerado que el privilegio de la vida era una condición corrupta, solo justificada por la fe.
¿No deberemos los católicos izar de nuevo esa imagen del hombre que procede del mismo inicio del cristianismo? ¿No debemos asumir con mayor coraje que nuestra percepción de la existencia en el mundo no solo corresponde a lo que es “moderno”, sino también a lo que es una constante desde que Cristo nos ofreció su mensaje?
La vida de Jesús mostró una voluntad de ser hombre, de encarnarse y vivir entre nosotros, de asumir una condición que restauraba la esperanza, pero que también restablecía la existencia humana como preciosa donación. La historia se rompió en dos y se inauguró la era en la que el hombre dejó de estar a solas ante el pecado. Fortalecido por la fe, inspirado en la esperanza, dotado con su capacidad de sentir el amor, el hombre puede elegir. No mantiene con Dios una relación de servidumbre, sino de filiación.
Cuatrocientos años largos después de Trento, los católicos deben recuperar ese sentido profundo de lo que fue su afirmación de un humanismo cuya trascendencia nunca lo colapsó, sino que le permitió crecer.
Ahora vemos como a través de un espejo, confusamente. Pero nos contemplamos en la lealtad al mensaje de personalización que Cristo depositó en nuestras manos, aún ávidas de ese encuentro permanente con nuestro inmenso significado en este mundo, criaturas imperfectas capaces de creer, capaces de esperar, capaces de amar.
En el nº 2.808 de Vida Nueva.