Tribuna

Religión, cultura y sociedad

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cardenal Gianfranco RavasiGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“La tarea de la fe no es solo incidir en el presente histórico de la humanidad, en las realidades ‘penúltimas’, sino también, y sobre todo, proponer las ‘últimas’…”.

A veces son palabras casi mágicas, a menudo disociadas entre ellas, en otras ocasiones íntimamente entrelazadas, no pocas veces vistas en oposición. Son palabras fluidas que cubren significados profundos, pero también equívocos o generalidades. Penetrantes y cambiantes son también los juicios que sobre ellas se realizan.

Borges estaba convencido de que “es más fácil morir por una religión que vivirla verdaderamente”, mientras el sociólogo Luhmann creía que “la cultura era el peor concepto jamás formulado” y Hobbes consideraba “el interés y el miedo como los principios de la sociedad”.

Arduo es, por tanto, intentar recomponer en una trilogía armoniosa estos vocablos tan usados y abusados: religión, cultura y sociedad. Intentaré solo aislar una conexión, poniendo en el vértice del triángulo la religión, no por razones apologéticas, sino por los límites de este breve escrito.

La punta significa, por un lado, una referencia necesaria y decisiva; por otro, se refiere también a una suerte de espina provocadora e incisiva. Naturalmente, la referencia es a la fe genuina y no a sus simiae (o caricaturas) –para usar una fórmula de Lutero–, es decir, el acalorado fundamentalismo o el pálido sincretismo espiritual.

Tratemos de ejemplificar esta función de “punta” que se clava en la cultura y en la sociedad (las cuales, a su vez, si son auténticas, deberían desarrollar una tarea análoga con la religión). Lo haremos a través de algunos principios que, por su naturaleza, son apuntados, rígidos y rigurosos.

El primero, el principio personalista. La dignidad de la persona es “horizontal” con su aparato de libertad, derechos y deberes; pero, en las concepciones religiosas, es también “vertical”, trascendente, dotada de un imprinting superior (el alma o la “imagen” divina).

El hombre es, por tanto, una isla cuyos confines hay que tutelar, pero sobre la que baten las olas del océano del misterio, del infinito y del eterno.

Contra la banalidad, la superficialidad,
la fealdad ética y estética,
la religión auténtica hunde sus garras en las conciencias
con las grandes preguntas sobre el sentido
del vivir y del morir, sobre el dolor y el amor,
sobre lo desconocido y lo trascendente.

Es fácil entender que desde aquí se difunda el delicadísimo y complejo corolario de la autonomía y de la subsidiaridad entre estos dos rostros de la persona, impidiendo así toda tentación integrista, teocrática o secularista. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” es una fórmula nítida en su lapidaria verdad, pero ardua en su concreta declinación.

Un segundo principio podría ser la solidaridad, ligada a la común humanidad u “horizontalidad” relacional. Y aquí se amplían temas de gran relieve que la religión debería proclamar y testimoniar: se piensa solo en categorías como “justicia” o “amor” que, por desgracia, a menudo en sus antípodas de prevaricación y de odio y, por tanto, en el relativo concepto de pecado o culpa, estrían la historia ensangrentándola y devastando la común humanidad a la que nos referíamos.

Sin embargo, en la otra línea, la “verticalidad” –donde se colocan para la fe el Absoluto, Dios, el Otro y el Más Allá– se pueden evocar otros principios.

Citamos uno solo, el de la verdad. Aquí la tensión puede ser fuerte, sobre todo hoy. Las religiones (también la filosofía clásica) estaban convencidas –recurriendo a una sugestiva expresión de Adorno– de que “la verdad no se posee, sino que se está en ella”. Ella nos precede y supera, es la “llanura de la verdad”, celebrada en el Fedro de Platón, que se abre frente a la biga del alma para que la recorra en su búsqueda.

Estamos, pues, bien lejos de una concepción “situacionista” de lo verdadero, es como una Medusa de mil rostros, plasmación de mil inteligencias, situaciones e intereses. Al primado de la verdad en sí, que hay que buscar para estar iluminados más que dominados (“la verdad os hará libres”, exclama Cristo), le sustituye a menudo la subjetividad con su relatividad y mutabilidad.

Debemos concluir dejando por el camino muchos otros principios. Como sello dejamos un cuarto y último, expresado con un término cada vez más obsoleto, cuando no ridiculizado: utopía. La tarea de la fe no es solo incidir en el presente histórico de la humanidad, en las realidades “penúltimas”, sino también, y sobre todo, proponer las “últimas”.

“Quien se aplica demasiado a las pequeñas cosas se convierte en incapaz de afrontar las grandes”, advertía La Rochefoucauld. Contra la banalidad, la superficialidad, la fealdad ética y estética, el modesto cabotaje, las manos alzadas en señal de rendición frente a la torva materialidad y a la vulgaridad, la religión auténtica hunde sus garras en las conciencias con las grandes preguntas sobre el sentido del vivir y del morir, sobre el dolor y el amor, sobre lo desconocido y lo trascendente.

En la práctica, sobre el Ser y el Existir como tales. Y aquí, como escribía Turoldo, “el hermano ateo noblemente pensativo” y el creyente se ponen juntos en camino “más allá del desierto y del bosque de la fe, libres y desnudos hacia el desnudo Ser”.

En el nº 2.810 de Vida Nueva.