(Amadeo Rodríguez Magro– Obispo de Plasencia)
“Hay un ocultamiento vergonzante de lo típicamente navideño en los símbolos, en la música y hasta en las tarjetas de felicitación, en las que algunos ya omiten nombrarla”
En esta España nuestra, de vez en cuando se producen noticias en torno a los símbolos cristianos. La última víctima de actitudes “intolerantes” ha sido el crucifijo; desde hace tiempo, punto de mira del rechazo. Es como si hubiera recuperado de pronto su situación original, la de ser signo de contradicción: para unos, necedad, y para otros, motivo de escándalo. Algo parecido le sucede a la navidad, si bien con ésta todo es más silencioso y sutil. Aunque por su arraigo social es inevitable tenerla en cuenta; sin embargo, muchos hacen todo lo posible para que la navidad no se perciba en su verdadero sentido e incluso en su simbología. Poco a poco, se la está desposeyendo de sus imágenes esenciales y hasta de sus sonidos característicos. Hay un ocultamiento vergonzante de lo típicamente navideño en los símbolos, en la música y hasta en las tarjetas de felicitación, en las que algunos ya omiten nombrarla.
Así las cosas, muchos reaccionan y buscan contrarrestar ese evidente intento de apartar lo religioso de la esfera pública. La estrategia de algunos es “restaurar”. Concepto por otra parte ambiguo si no se purifica. Es válido, no obstante, si eso significa devolver su brillo original a las cosas, para hacernos testigos de su significado más profundo. El crucifijo, por ejemplo, hemos de exponerlo -siempre con el testimonio personal- como el símbolo del amor salvador de Jesucristo; como expresión de su entrega incondicional en favor de la vida, la dignidad y la justicia de los seres humanos; como la solidaridad del mismo Dios con el sufrimiento de los hombres. Y el Niño Jesús, con María y José en Belén, siempre se mostrará como la presencia entrañable de nuestro Dios, que nos ha visitado desde lo alto de ese modo tan débil, tierno y humano.
En el nº 2.641 de Vida Nueva.