FRANCESC TORRALBA | Filósofo
“El sentido de la vida radica en la donación, pues este es el único modo de contribuir a mejorar el mundo y el único camino para dejar algo de rastro en la historia…”.
En 1935 se publicó en lengua castellana la primera edición de El sentido de la vida (Der Sinn des Lebens), de Alfred Adler. En este texto, lamentablemente muy olvidado, el discípulo heterodoxo de Sigmund Freud escribe: “¿Qué ha pasado con aquellos hombres que no han contribuido en nada al bienestar de la generalidad de los mortales?”.
Y la contestación es la siguiente: han desaparecido hasta en sus últimos vestigios. Nada ha quedado de ellos; se han extinguido somática y espiritualmente; se los ha tragado la tierra. Les pasó como aquellas especies animales desaparecidas por no haber podido ponerse al unísono con las circunstancias cósmicas.
Aquí tropezamos con una ley secreta, como si el Cosmos, siempre inquisitivo, nos ordenara: ‘¡Despareced! ¡No habéis comprendido el sentido de la vida y no hay para vosotros porvenir!’”.
De la tesis de Adler se desprende una idea clara: el sentido de la vida radica en contribuir al bienestar de la generalidad de los mortales. ¿Y cómo se contribuye? Aportando lo que uno es, sus propios talentos, mostrando eso que es a todos.
El sentido de la vida radica en dar o, más exactamente, en la práctica de la donación. Solo queda de nosotros lo que hemos dado. Lo que guardamos para nosotros mismos, lo que encerramos dentro del cerco de la subjetividad con el objetivo de conservarlo, se pierde definitivamente con nuestra muerte. Solo queda lo que damos.
La paradoja del sentido de la vida es evidente. Uno podría pensar que cuanto más da lo que es y lo que sabe a los otros, menos queda de él, y sin embargo, es todo lo contrario. Solo así deja rastro en los otros, solo así contribuye a mejorar la calidad del mundo, solo así ha tenido sentido su existir en la historia.
Uno podría pensar que
cuanto más da lo que es y lo que sabe
a los otros, menos queda de él,
y sin embargo, es todo lo contrario.
Solo así deja rastro en los otros.
Decía Antonio Machado que “lo nuestro es pasar”. En efecto, nadie permanece en este mundo. San Agustín lo expresa de un modo lacónico en un bello sermón: “La muerte es cierta; la hora es incierta”.
La crisis de sentido, lo que se ha venido a llamar, para utilizar una bella expresión de Viktor Frankl, el vacío existencial, está muy presente en la cultura contemporánea. El antídoto al vacío no es el consumismo, no es la aceleración de la vida, tampoco lo son las experiencias excitantes que hacen aumentar los niveles de adrenalina. El vacío no puede soportarse. Causa horror. De ahí la necesidad de huir, de escapar, de buscar formas de evasión con tal de no percibirlo.
La pregunta por el sentido está latente en el ser humano y, en el momento menos pensado, irrumpe con todo su énfasis. No disponemos de respuestas científicas a tal interrogación. No disponemos de un algoritmo, ni de una fórmula matemática, tampoco de un código universal. Disponemos de relatos, de testimonios, de personas que han vivido y han perecido y han tratado de dar sentido a sus vidas.
No podemos ser ajenos a tales indagaciones, no podemos excluir esos relatos. Observamos que las personas que entregan sus vidas a una causa que les trasciende, tienen la percepción de que sus vidas han tenido sentido. Esta cuestión no es baladí; tampoco es accidental.
Como he tratado de mostrar en La lógica del don (Khaf, 2012), el sentido de la vida radica en la donación, pues este es el único modo de contribuir a mejorar el mundo y el único camino para dejar algo de rastro en la historia. Cada cual está llamado a dar lo que es y nadie puede dar lo que no es.
El cristianismo plantea un ambicioso programa para dotar de sentido la vida humana, un programa que tiene como eje central la persona de Jesús, un hombre que dio su vida para todos.
En el nº 2.811 de Vida Nueva.