Profunda superficialidad


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Pepe LorenzoJOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva

“Ante esta falta de criterio y sensibilidad social, consuela un tanto ver que, en estas cuestiones, la Iglesia, sus hombres y mujeres, no se han contagiado de la superficialidad…”.

Se puede pensar, sin temor a equivocarse demasiado, que una sociedad donde las maltrechas pensiones de 400.000 abuelos y abuelas son el principal sostén de las familias de sus hijos y, a veces, también de las de sus nietos, tiene un problema suficientemente gordo como para no entretenerse en zarandajas.

Sin embargo, el número de parecidos ejemplos propiciados por la economía del miedo en la que vivimos es suficientemente amplio y abona peligrosamente la espiral del sálvese quien pueda que asoma ya la patita por salas de espera de centros de salud, atestadas oficinas del paro y tertulias que no consiguen –ni quieren– desprenderse del acento matonil y fascistoide.

El mensaje que está calando entre una parte de la gente, corroyendo valores primarios sobre los que se construye la convivencia, son similares a este, construido en base a razonamientos que se topan por las esquinas y dispensados a granel en cualquier barra de bar: “Si me tengo que pagar ya mis propias medicinas, ¿me voy a preocupar de que retiren la tarjeta sanitaria a los inmigrantes ilegales, que, además, han venido a robarnos nuestros trabajos y a ensuciarnos los centros de nuestras ciudades? ¿Y qué si les desahucian? Que se vuelvan a sus países…”.

Este resentimiento, unido a una creciente superficialidad de la que los medios de comunicación son responsables, inmuniza ante el dolor ajeno y anestesia la capacidad de indignación (también la de los gobernantes) ante noticias como la encarcelación de una niña discapacitada paquistaní por presuntas blasfemias contra el Corán, la enésima hambruna que ya se vive en el Sahel o esa otra niña con cáncer que duerme en una furgoneta porque su familia, desahuciada, no tiene quien le reclame, como a otros que montan más jaleo, que la dejen pasar su calvario con los suyos en condiciones de mayor dignidad. Pero todos asistimos embobados al caso del Ecce Homo o a las tristezas del príncipe destronado de nuestro fútbol.

Ante esta falta de criterio y sensibilidad social, consuela un tanto ver que, en estas cuestiones, la Iglesia, sus hombres y mujeres, no se han contagiado de la superficialidad y siguen sin ser de este mundo.

En el nº 2.814 de Vida Nueva.