Tribuna

Creer y comprender

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cardenal Gianfranco RavasiGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“La creencia florece en el corazón y en la mente como una epifanía luminosa. Es precisamente ahí donde debe comenzar la comprensión…”.

En 1993, un año antes de su muerte, el escritor polaco Jan Dobraczynski me envió una carta a través de su traductora italiana, tras haber leído la versión polaca de un libro mío. En aquel escrito hacía referencia a su obra más conocida, Cartas de Nicodemo, publicada en 1951 y destinada a convertirse en un vasto éxito, y me citaba un pasaje que querría proponer a los lectores: “Hay misterios frente a los que hay que tener el coraje de arrojarse a ellos para tocar el fondo, como si nos arrojásemos al agua, seguros de que esta se abrirá bajo nosotros. ¿No te ha parecido nunca que existen cosas que hay que creerse antes de poder entenderlas?”.

A menudo la cultura contemporánea, y lo hace justamente, nos invita primero a la verificación y luego a la adhesión. Hay, sin embargo, experiencias humanas (pienso en la muerte) frente a las que uno primero queda conquistado y fascinado y después inicia a ponderar, a examinar y a juzgar.

La fe se mueve de forma análoga: cierto, existen señales preliminares, pero la creencia florece en el corazón y en la mente como una epifanía luminosa. Es precisamente ahí donde debe comenzar la comprensión, o sea, para usar las palabras de san Pedro, “el dar razón de la esperanza que hay en nosotros”. Cristo resucitado entra en escena, plantándose delante de las mujeres que en aquella alba primaveral se habían puesto en camino para ir al encuentro de un cadáver que embalsamar.

La cultura contemporánea nos invita
primero a la verificación y luego a la adhesión.
Hay, sin embargo, experiencias humanas frente a las que
uno primero queda conquistado y fascinado
y después inicia a ponderar, a examinar y a juzgar.

Y es desde ese momento cuando comienza para ellas una búsqueda, una comprensión, una profundización que disuelve sus miedos y sus dudas. Es eso lo que auguramos también a nuestros lectores a través de itinerarios propios a cada uno: es la voz de sus obispos, o tal vez la catequesis en sus comunidades, o la profundización personal en la lectura, o los congresos y los encuentros de teología.

No olvidemos nunca que san Pablo no dirigió la Carta a los Romanos, su obra maestra, a los jefes de la Iglesia o a los teólogos, sino a “todos los que están en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos”.

El misterio pascual es el ápice de la fe cristiana: el Hijo de Dios pasa al interior de nuestra humanidad, codo a codo con nosotros en el dolor y en el morir –que son nuestra carta de identidad común–, para testimoniar la fuerza liberadora de su divinidad, el germen de lo eterno, la semilla de la vida plena.

Cristo tuvo una irrupción plena en el arco completo de la existencia humana para transfigurarla, redimiéndola de la esclavitud de la corrupción, de la muerte y del pecado. Frente a esta sorprendente concepción teológica se llega a comprender la reacción del judío Kafka, que declaraba a su amigo Gustav Janouch: “Cristo es un abismo de luz. Hay que cerrar los ojos para no caer en él”.

Pues bien, nosotros invitamos sin embargo a abrir de par en par los ojos y, como sugería Dobraczynski, a arrojarse en ese remolino de luz, en la experiencia de fe, pero también en el compromiso de su comprensión, con la certeza de que en Dios se descubren siempre nuevos mares cuanto más se navega.

En el nº 2.814 de Vida Nueva.