FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“La vida y la muerte de Jesús se realizaron para hacer brotar la libertad del hombre y convertirla en la posibilidad de su salvación…”.
Carlo Maria Martini definió el Sermón de la Montaña, en uno de sus libros más hermosos, como exhortación destinada a proclamar una forma de ser y un modo de vivir, no mera condición de recompensa en el futuro, sino inmediato establecimiento del Reino.
Jesús rescata al individuo de un espacio mezquino, ensimismado, y lo exalta a la condición de hombre libre, en pie sobre la Tierra, con la certeza del cielo y contemplando el mundo con la alegre severidad que le proporciona una alianza renovada con su Creador.
El Sermón de la Montaña no pone las bases de una estrategia política ni es un simple recurso simbólico carente de exigencias morales. Debe contemplarse como invitación a la vida, como una permanente identificación del significado del cristianismo, como la manera de entender la fe y la forma de desplegarla en un proyecto de amor, de caridad y de esperanza, ejercido en el uso de la libertad.
El cristianismo afirmó la libertad esencial del hombre cuando la libertad era un privilegio que se heredaba, se perdía por circunstancias desfavorables o se adquiría por dinero o por méritos de dudosa moralidad. Los siglos posteriores fueron convirtiendo esa identidad que solo pertenecía a los cristianos en un criterio general, hasta hacerlo el fundamento de cualquier propuesta política o filosófica que no quisiera ser tomada como una extravagancia. Pero los cristianos no podemos renunciar a lo que ha sido la singularidad de nuestra irrupción en la historia.
Que nadie crea que Cristo nos dejará tranquilos custodiando
el tesoro de nuestra salvación individual,
porque los motivos de su Pasión contienen
una elocuente ejemplaridad, un perpetuo llamamiento a la acción.
Nosotros no hemos llegado a la defensa de la libertad del hombre como resultado de una negociación con las circunstancias históricas. Nacimos con esa afirmación radical, basada en la alianza restablecida entre Dios y sus criaturas por el milagro de la Encarnación. La vida y la muerte de Jesús se realizaron para hacer brotar la libertad del hombre y convertirla en la posibilidad de su salvación.
Durante dos mil años, el cristianismo ha vinculado su fe a la defensa de la naturaleza libre del hombre. Y ese compromiso no consiste en la exhibición de una arrogante autoridad, sino en una responsabilidad que nos apremia ante la suerte de nuestros hermanos. Que nadie crea que Cristo nos dejará tranquilos custodiando el tesoro de nuestra salvación individual, porque los motivos de su Pasión contienen una elocuente ejemplaridad, un perpetuo llamamiento a la acción.
Llevamos en nuestro corazón una preciosa herencia que se acuñó hace dos mil años. Nuestra obligación es derramarla en esta Tierra, vivir esa libertad invulnerable a las circunstancias del tiempo, pero enérgicamente arraigada en el destino concreto de los hombres a cuya dignidad servimos.
Invocamos las Bienaventuranzas, con las palabras de Martini, como “consecuencias del Reino ya presente, ese Reino que, con la resurrección de Jesús, transforma el sentido de los acontecimientos humanos y cósmicos”. Tal es nuestra identidad de cristianos: el deseo de hacer de nuestra existencia el lugar donde palpita la presencia de Dios, donde vibra la conciencia de la Creación, donde late el ejemplo de Cristo.
En cada lugar donde un cristiano proclama su fe, se expresa el compromiso con una libertad que para nosotros nunca ha sido contingencia, sino naturaleza del hombre. Esa constante renovación del Reino se realiza a través de nosotros, de nuestra humilde y grandiosa condición de criaturas del Padre. De hombres libres, en pie sobre la Tierra, con la certeza del cielo y las manos tendidas hacia el mundo.
En el nº 2.816 de Vida Nueva.